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De las reformas a la revolución postergada: Un esfuerzo desesperado para evitar la guerra civil

Por Carlos Gregorio López Bernal |

El 15 de octubre de 1979 se dio el último golpe de Estado en El Salvador. Al menos en la acepción clásica de término. Hoy se rompe el orden constitucional de otras maneras, arropándose en el argumento de la voluntad del electorado, la popularidad y las interpretaciones amañadas de la Constitución, hechas por una Sala de lo constitucional espuria, puesta ad hoc por el Ejecutivo.

1979 fue un año decisivo en la historia nacional; a la luz de los años, es posible avizorar cuánto hubo en juego. A lo largo de la segunda mitad de la década, los problemas del país habían empeorado hasta un punto insostenible. El cierre de los espacios políticos, el accionar de las organizaciones guerrillera y la creciente movilización social habían creado un ambiente explosivo. Por otra parte, el gobierno de Carlos H. Romero no ofrecía ninguna alternativa de solución a la problemática.

El país está inmerso en una profunda crisis política y social, cuyos orígenes se remontan a la guerra con Honduras en 1969, y que se agravó por la tozudez de los sectores económicos y políticos más reaccionarios que se opusieron tenazmente a cualquier cambio que afectara sus intereses. El componente reformista y progresista que se implantó desde 1950 se había diluido y solo quedaba una retórica que apelaba más a la conservación de un orden válido solo para unos pocos, pero atentatorio contra los derechos políticos y económicos de la mayoría.

Romero gastó sus primeros dos años de gobierno tratando de controlar la creciente actividad de las guerrillas y sobre todo el combativo accionar de los frentes de masas de izquierda, sin conseguirlo. Para inicios de 1977 era evidente que había perdido el control del país. El triunfo de la revolución sandinista en julio de 1979, acrecentó la combatividad y expectativas revolucionarias en El Salvador. Dar una salida a la crisis exigía medidas audaces. El golpe de Estado del 15 de octubre fue un esfuerzo audaz y desesperado de militares y civiles para evitar la inminente guerra civil. Implicaba desmontar la escalada de violencia y ejecutar un programa de reformas pospuestas por mucho tiempo.

El proyecto reformista de 1979 fue muy ambicioso; basta con revisar la “Proclama de la Fuerza Armada” del 15 de octubre de 1979 para caer en la cuenta de la magnitud de los cambios que se trataba impulsar. Ni el Acuerdo de Paz de 1992, ni ninguno de los planes de gobierno de derecha o de izquierda de la postguerra, pretendieron transformaciones tan profundas como las de 1979; estas no se quedaron en simples propuestas, sino que fueron realizadas. Sin embargo, sus efectos fueron atemperados por la guerra civil misma, pero también por la reversión y ahogamiento de las reformas que implementó el partido ARENA, una vez que llegó al poder en 1989.

Los componentes más importantes de las reformas de 1979 son: reforma agraria, nacionalización de la banca y nacionalización del comercio exterior, amén de otras de corte social que apuntaban a las libertades políticas, el respeto a los derechos y humanos y a mejorar las condiciones de vida de los sectores populares. Las reformas de 1979 estaban condicionadas por la crisis que el país vivía; por lo tanto, fueron orientadas a resolver, de urgencia, los problemas más graves de un país al borde de la guerra civil.

Las reformas fueron rechazadas y combatidas tanto por la derecha como por la izquierda. La derecha vio en ellas un claro atentado contra sus intereses económicos y un indicador elocuente de la penetración izquierdista en la Junta de Gobierno. La derecha usó cuanto recurso le pareció válido: campañas mediáticas, intentos de contra golpe de Estado, y la violencia de los Escuadrones la muerte.

La izquierda, por su parte, primero cuestionó las reformas y luego las rechazó, hasta calificarlas de simples medidas contrainsurgentes. En realidad, la izquierda radical se oponía a las reformas porque le quitaban banderas de lucha en un momento en que el triunfo revolucionario parecía estar al alcance de la mano. Sin embargo, mantuvo tales propuestas incluso en 1984, cuando se presentó la “Plataforma de gobierno de amplia participación”, y en la “Proclama de la revolución democrática” de septiembre de 1990; por lo tanto, no eran accesorias ni coyunturales. Sin embargo, políticamente no era conveniente reconocer su validez. En todo caso, no eran válidas si otros las ejecutaban.

El proyecto reformista de 1979 tuvo una importancia histórica que no se reconocido suficientemente; pretendía transformaciones drásticas y profundas, y seguramente necesarias, y buscaba reducir la conflictividad política que entonces ahogaba al país. Lastimosamente, la intransigencia y radicalidad de las extremas lo anularon políticamente. La derecha estaba dispuesta a todo con tal de bloquear las reformas, primeras en la historia republicana, que afectaban realmente sus intereses económicos. La izquierda radical, entusiasmada con la creciente fuerza del movimiento revolucionario y con el triunfo de los sandinistas en Nicaragua, contribuyó mucho a ahogar un proceso que pudo haber ahorrado ingentes costos humanos y materiales.

Dadas las condiciones imperantes en el país a finales de 1979, solo la Fuerza Armada estaba en condiciones de imponer cierto orden. Sin embargo, la caída de la primera Junta Revolucionaria de Gobierno, en enero de 1980, marcó el fortalecimiento del ala militar más conservadora; con lo que aumentó la represión y el brutal accionar de los Escuadrones de la Muerte, dando razones adicionales a la izquierda para radicalizarse. Por otra parte, la creciente intervención estadounidense en la política nacional hizo que la implementación de la reforma agraria tomara un sesgo claramente contrainsurgente. En los años siguientes, izquierda y derecha radicales (dentro de esta se incluye a la Fuerza Armada) apostaron por la derrota de su contrario. En ambos bandos hubo convicción y determinación, al igual que soberbia y falta de visión. Como bien diría el coronel Arnoldo Majano, el 15 de octubre del 79 fue una oportunidad perdida.

Historiador, Universidad de El Salvador

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Constitución De La República Guerra Civil Opinión

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