Ayer volví del reino celeste, alumbrando en lo alto la Sierra Madre. Para llegar a ella hay que cruzar la ruta de los gigantes dormidos, esos altivos colosos de la cadena volcánica. Cuando los vapores del valle suben o la bruma marina inunda la llanura, los gigantes desaparecen. Tal vez se van por un tiempo. Pero después -cuando subo los desfiladeros- me detengo a un lado de la carretera para contemplarlos desde allá, nuevamente, cuando después de todo los titanes de bruma vuelven a divisarse sobre el valle. Después he de volver a internarme en el altiplano, hasta llegar a la mágica cumbre donde nacen los nimbos y los nubarrones de mi astral ilusión. Allá en la cima lejana desde donde emergen las nubes de luminosa blancura, engendradas por la bruma oceánica del Pacífico sur. O quizá de las lágrimas del mismo mar de la ilusión. A lo lejos se pueden ver nacer esos graciosos animales de blancura y humedad. Mismos que cobran las más inusitadas formas y colores. Como de igual manera surgen los celajes del amanecer y del crepúsculo. Yo contemplo extasiado a los montes, pariendo nimbos y “nubachos”. ¡Tan breves, gaseosos y volátiles como mis desbocados anhelos! Igual surgen de mi ser chubascos y nubarrones para alzarse a las alturas. Suelen mis lágrimas -que brotan desde la nostalgia- evaporarse y subir, convirtiéndose en celeste neblina Así viene y se va el viajero que un día fui, que soy y seré, como un buscador más de cumbres mágicas y apartadas frondas, que suelen estar dentro de nuestro propio ser.
Donde nacen las nubes
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