En los hogares de antaño los problemas menores de salud, es decir aquellos que aparentemente eran de bajo riesgo, eran tratados en primera intención con medicinas caseras y solamente en casos graves, delicados o severos se recurría a la farmacia, a un consultorio médico y en último caso al centro hospitalario de la localidad. Conociendo a nuestra gente, muchos resabios de esas conductas todavía permanecen en la actualidad.
Mientras el boticario recomendaba para la tos el “jarabe de tolú con ipecacuana y altea”, el vecino de al lado ensalzaba las cucharadas de “Morroguayol” y la ama de casa se inclinaba por la “infusión de jengibre con miel de abejas”. El “agua de linaza” para la colitis, los “baños de ruda” para las calenturas, la “cafiaspirina” para al malestar de la gripe, el “elixir” para los dolores de estómago, el “agua de zacate” para las vías urinarias, la “leche de tempate” para el “fuego” de la boca, la “manteca de cacao” para la resequedad de los labios y el “agua de semillas de culantro” para sacar el aire a los bebes.
Para los dolores musculares, espasmos, de coyunturas y lumbago le tenían más fe a las medicinas frotadas con ligero masaje que a las capsulas, tabletas y comprimidos, siempre acudían al “salicilato de metilo”, “linimento” “aceite eléctrico” y similares. También veían con buenos ojos los parches medicinales, sobre todo los que provocaban ardor y calor, era señal de su efectividad, decían. Para las heridas infectadas, ulceras y granos, los lienzos de “agua de chichipince” y el “polvo de sulfatiazol”. Para las almorranas “los baños de asiento” y para los doblones y torceduras las “compresas con orégano”.
Cuando algunas señoras sufrían de dolor de cabeza, malestar indefinido, angustia y estrés por el exceso del trabajo doméstico, resaca moral después de “un disgusto” o visita incomoda no esperada, acostumbraban frotarse en la frente y otras partes del cuerpo con “agua florida”, “agua de rosas” o “agua de azahar” y lo hacían porque les atribuían poderes analgésicos, tranquilizantes y reconfortantes. También confiaban en ciertos productos más tradicionales que terapéuticos obviamente no prescritos por médicos, más bien aconsejados por empleados de farmacias, peluqueros o señoras de los mercados, es el caso de la “esencia coronada” considerada como analgésico, anti inflamatorio y anti espasmódico comúnmente usada para aliviar el “dolor de vientre”. El “vino cordial” para reanimar personas que se desvanecían cuando les daban una mala noticia o se quejaba de “dolor en el corazón”. El brebaje conocido por “Siete espíritus” similar al anterior que empleaban en personas que se desmayaban en los velorios y entierros, lo frotaban en la frente y en el pecho y luego le daban a beber un sorbo. El “balsamito de aire” que lo mezclaban con “esencia coronada” para los dolores fuertes que la gente interpretaba como “aire”. Las “perlas de éter” también usadas para “sacar el aire” y de esa manera aliviar las molestias. Las “píldortas antifebrinas” y las “obleas de Peralta” para tratar las calenturas y el infaltable “alcohol alcanforado” de múltiples usos.
Para los tiempos de la Segunda Guerra Mundial no pocas personas consideraban como practica saludable purgarse un par de veces al año con el propósito de expulsar “los malos humores”. Los cipotes entre los cuatro y los diez años no se escapaban de la purga para lombrices y si los veían tristes y faltos de apetito los obligaban a tomar “aceite de hígado de bacalao”, “Ozomulsión de Scott” o “Jocoferrón”. La caída del cabello por cualquier causa la trataban con “aceite de sapuyulo” y cuando era posible con un “tricofero”, La infestación de piojos que casi siempre se adquirían en la escuela las amas de casa usaban varios métodos, el mas heroico era aplicar un plaguicida como el DDT por unos minutos seguido de lavado inmediato del cabello con “jabón de cuche” y a continuación una metódica peinada con peine fino.
Otro método era la aplicación de kerosene mezclado con manteca luego se envolvía la cabeza por varias horas y acto seguido lavado del cabello con “jabón de aceituno” y siempre finalizar con el barrido con peine fino. Para el “rasquín del bravo”, “pirruña” o “sarna” recomendaban la aplicación de una mezcla de “flor de azufre” que vendían en la farmacia por pocos centavos, con “infundia de gallina”, se frotaban sobre las zonas pruriginosas por la noche y al siguiente día, baño con abundante agua y jabón, se repetía por ochos a diez días.
Médico.