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Sonata del diablo

La obra es tan sensorialmente deliciosa que el compositor decidió no publicarla en vida, por temor a las posibles reacciones de las autoridades eclesiásticas. Eso sí, confesó a su gran amigo, el astrónomo francés Jeromé Lalande que, en efecto, la tenía que resguardar hasta después de su muerte -dada su tan azufrada inspiración-, eso sumado a la tensa relación entre el virtuoso del violín y la Iglesia.

Por Maximiliano Mojica
Abogado, máster en leyes

Escribiendo esta columna en la comodidad de mi terraza en donde las notas de Glen Miller y Ray Conniff se confunden con las inspiradas y melancólicas letras de la música napolitana de Luciano Pavarotti, me detengo a reflexionar que la música es algo que ha fascinado al ser humano desde que, según la tradición judeocristiana, fuimos formados del barro de la tierra.


La música nos resulta tan embriagadora que en no pocos casos se ha rumoreado que existe algo “sobrenatural” en su composición. Desde las composiciones de Mozart, pasando por los Pitufos, Menudo o Queen, han argumentado que sus melodías o letras estaban pergeñadas con “algo” que obnubila nuestros sentidos; un “algo” que, dada su belleza, no viene de Dios, sino de “algo más”. Eso mismo pasó en el Siglo XVIII con la bellísima composición bautizada como la “Sonata del Diablo” de Giovanni Tartani.

El talentoso Giovanni nació en Pirán, Venecia, en el año 1692. Cuarto hijo de un mercader. Al no haber espacio para él en el negocio familiar, se decidió que su destino sería vivir la vida monástica. Al ser desde temprana edad ingresado al monasterio empezó a recibir clases de música respecto a la cual dio muestras de una genialidad que no encontraba en las clases de teología.


A los diecisiete años decide colgar los hábitos de monje, lo cual le genera abundantes sinsabores con su padre al apartarse de la vida que este último le había escogido. Sin la subvención paterna y sin el subsidio de la Iglesia, se emplea como profesor en la academia del violinista checo Bohuslav Cernohorsky. Su fama empieza a crecer: el virtuoso Tartani participaba en conciertos y recitales de la orquesta de cámara del monasterio de San Antonio de Padua, pero, dados sus antecedentes de “monje prófugo”, tocaba detrás de una cortina.


Luego de Padua, el virtuoso en el violín se mudó a Venecia, luego a la ciudad de Ancona a donde se encierra -casi en un claustro- para perfeccionar su arte de tocar el violín… hasta regresar a la vida pública para tocar con un estilo jamás antes visto. Su violín tenía las cuerdas más gruesas y el arco era mucho más largo. Además, el músico utilizaba técnicas que ningún otro había escuchado antes para llevar a cabo trinos que sonaban como de aves exóticas y articulaciones imposibles de lograr.

Su virtuosismo era tal, que el público solo tuvo una explicación: su don se debía a un pacto con poderes oscuros. La increíble forma de tocar del músico era demasiado buena para ser aprendido de forma humana, su maestro tuvo que haber sido el mismísimo diablo. Pero el problema no eran lo que la gente decía, el problema era lo que venía. Tartini no estaba ni por cerca de terminar de mostrar al mundo lo que su virtuosismo era capaz.


Luego de crear más de doscientas composiciones, compuso la melodía que -según especificó- le fue “revelada en sueños” al ver al mismo príncipe del averno tocar un violín en su presencia (o eso fue lo que dijo, quizás para meterle más chile al asunto…). Lo cierto es que esa composición lo hizo mundialmente famoso e inmortal. Esa sonata en sol menor que descubrí entre los acetatos de mi padre y que el mismo compositor nombró “La Sonata del Diablo”. Se trata de una composición en tres movimientos que constituye la quintaesencia del talento compositivo e interpretativo del genial Tartani.


La obra es tan sensorialmente deliciosa que el compositor decidió no publicarla en vida, por temor a las posibles reacciones de las autoridades eclesiásticas. Eso sí, confesó a su gran amigo, el astrónomo francés Jeromé Lalande que, en efecto, la tenía que resguardar hasta después de su muerte -dada su tan azufrada inspiración-, eso sumado a la tensa relación entre el virtuoso del violín y la Iglesia.

Dadas tales restricciones, la obra vio la luz treinta años después de la muerte de su creador, en 1798. Ahora, más de doscientos años después de su composición, la obra nos continúa dejando absolutamente maravillados por su técnica compositiva y la dificultad que involucra su ejecución, la cual, solo un virtuoso del violín puede conseguir.


En esta época de Maluma Baby, Bad Bunny y Karol G., lo único que se me ocurre es que si el príncipe del averno es el que inspira las melodías, debemos preocuparnos porque realmente está perdiendo su gusto.

Abogado, Master en leyes@MaxMojica

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