Latinoamérica es irrelevante en el proceso de transformación digital que vive el planeta; no aporta ideas, patentes ni conocimientos en los grandes procesos de Metaverso, Inteligencia Artificial, Blockchain, carrera espacial, etcétera; es un simple jugador consumista.
En las escuelas y universidades se juega a la robótica procedimental enlatada; pero los resultados de las pruebas estandarizadas de matemáticas nos indican que nuestras capacidades son limitadas o nulas, como para participar en el diseño de las grandes soluciones tecnológicas.
Lo poco y limitado que se investiga solo sirve para satisfacer el ego de ciertos científicos apasionados y atrapados en una tradición academicista y alejada de la realidad productiva de los países; industria, empresa y universidad están desconectados.
Nos toca consumir y ser testigos, espectadores pasivos, de los grandes avances tecnológicos; asombrarnos y utilizar el GPT-3, utilizar el IPhone, intentar entender Blockchain, sin aportar casi nada a la arquitectura de estos nuevos modelos de conceptualización y operación tecnológica.
“Nuestros estudiantes conocen, pero no comprenden ni aplican lo que saben”; es una de las grandes conclusiones de los resultados de pruebas estandarizadas nacionales e internacionales; y no hicimos nada por cambiar esta realidad.
Enseñamos ciencia en la pizarra sin laboratorios ni experimentos; enseñamos sin experiencia; enseñamos sin comprender la realidad; pero enseñamos, y enseñamos mal, reproduciendo los ciclos de ineficiencia.
Integramos Biología, Química y Física en un solo paquete curricular; y se enseña matemáticas aislado de todo lo demás; y los estudiantes no saben para qué sirven las ecuaciones o la trigonometría en la vida, sólo lo tienen que aprender y ya.
Aprendemos y memorizamos fórmulas, muchas fórmulas, desconectadas de la vida real; y esto genera un aprendizaje poco relevante, poco pertinente e ineficaz; no olvidemos esto: “Nuestros estudiantes conocen, pero no comprenden ni aplican lo que saben”.
La gran diferencia didáctica y pedagógica entre Latinoamérica y los países asiáticos emergentes es que los niños en la escuela usan el conocimiento para construir y diseñar soluciones; ven y viven el conocimiento aplicado; entienden el sentido de la matemática, física o química funcionando y aplicado a problemas reales; a esto le llamamos pertinencia…
La realidad cotidiana sigue dando de sí y hay muchos o demasiados problemas para tratar y resolver, con matemáticas o bio estadística; solo basta ver el tráfico, las conductas humanas, las necesidades logísticas, la pobreza, la violencias, etcétera. Todos estos fenómenos y problemas tienen soluciones de una ciencia aplicada y pertinente.
Pero a los políticos les cuesta entender; prefieren hacer cárceles, implementar medidas populistas, copiar modelos descontextualizados o comprar soluciones enlatadas a países desarrollados. De hecho los fulanos que llegan al poder no saben nada de ciencia y la desprecian o la atacan.
La socióloga Jana Bacevic escribió una columna de The Guardian en abril de 2020, señalando que: "La forma en que la ciencia se convierte en políticas públicas depende de cálculos políticos y económicos, así como de los compromisos morales e ideológicos de los políticos, los partidos políticos y los asesores".
La clase política le tiene miedo a la ciencia, porque además de solucionar problemas es probable que una ciudadanía más educada sea más exigente y crítica; en efecto, "los políticos tienden a favorecer el tipo de ciencia que se alinea con las preferencias que ya tienen" y esto no es ciencia sino ideología.
Políticos o funcionarios, intelectuales o científicos, poseen tiempos e intereses diversos. Max Weber impulsó el debate sobre “El político y el científico” desde inicios del siglo XX, abordando los límites y tensiones epistemológicos de ambas profesiones o puntos de vista desde la “neutralidad valorativa” o “neutralidad axiológica” (Wertfreiheit).
Weber en la conferencia “La ciencia como vocación” (1917) nos da una pista para entender la tensión y relación entre ciencia y política. No prohíbe totalmente a los científicos “que expresen los ideales que los alientan, incluso juicios de valor” , pero exige que se tengan clara conciencia en cada instante de cuáles son los criterios empleados para medir la realidad y obtener a partir de ellos los juicios de valor, hasta llegar a un punto dialéctico: dimensión técnica y moral, es decir: ¿se basa en evidencia?, ¿es bueno?.
Pero la pregunta de esta reflexión es sobre la irrelevancia de nuestro quehacer científico, y en gran medida es una cuestión dirigida a nuestras universidades; ¿estamos condenados y debemos resignarnos al subdesarrollo académico tercermundista?. Varios países emergentes y pequeños han dado saltos de calidad: Singapur, Corea, Irlanda, Israel, ¿cómo lo hicieron?.
El punto de partida es querer cambiar las cosas y distanciarnos de la zona de confort; segundo, tener un plan estratégico de largo plazo con metas e ideas claras sobre lo que es ciencia; tercero, definir áreas o sectores en dónde pretendemos realizar apuestas científicas con realismo y contexto; cuarto, buscar los puentes o conexiones para “recibir” transferencia tecnológica y de conocimientos; quinto, invertir progresivamente en la formación de científicos y su retención y equipamiento.
El proyecto “Educación superior para el crecimiento económico” de USAID (2015) puso las bases y dejó una política; esta iniciativa está latente pero se está debilitando, y es importante recuperar el ímpetu inicial.
Se trata de una decisión estratégica, y responder a una pregunta: ¿tenemos la idea de ser partícipes en el desarrollo científico-tecnológico o preferimos seguir siendo consumidores pasivos? Efectivamente es una apuesta, entre seguir haciendo volcanes de Alka-Seltzer en las ferias de ciencia para representar volcanes o inducimos a los estudiantes en problemas reales y en soluciones factibles.
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Investigador Educativo/opicardo@asu.edu