Morir un poco en el desierto de la memoria
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Ya nadie recordaría con el tiempo la existencia del último reino de los lejanos rhunos del altiplano de la leyenda. Al fin, aquellos montañeses no tenían pasado ni futuro, sólo concebían el Hoy ineluctable. No sabían lo que era estar encadenado al ayer ni al porvenir. Por tanto, era comprensible que hubiesen olvidado su origen -una de las desgracias que provocó en ellos la pérfida esfinge cuando entró al reino de Susmitananda- “el de la sonrisa iluminada”. Aunque la memoria de los montañeses prevaleció en el tiempo, gracias a que los monjes rhunos guardaron celosamente el arca de sus mapas inscritos en piel de gacela. Antiguas cartografías donde estaban trazados los dominios de aquella desconocida raza inaudita de las tierras altas. Mandares logró cruzar victorioso la mortal llanura de Uma, llevando intactos los valiosos pergaminos. Hay que aceptar que mucho de él había muerto en la travesía del agreste y desolado páramo. Nadie era el mismo de antes, después de cruzar la tenebrosa planicie. Quienes la cruzaban morían de una u otra forma. Física o espiritualmente. Mandares tuvo, pues, que morir un poco interiormente. Era una forma de comprar con su vida la eternidad de las dunas y su memoria ancestral. Como en el pasado lo hiciera su legendario ancestro, Kania, el hombre-montaña que -inmerso en el tiempo infinito- desapareció en un sueño. (XCII) <de “La Esfinge Desnuda” -C.B.>
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