Es dulce, cual almíbar. Un escalofrío de alegría que abraza al victorioso. Los aplausos de los querubines que rebotan en el interior de un tórax. Es una multitud aclamando a su campeón. Es una mente extasiada por cumplir con un objetivo. Es pasión y felicidad. Es éxito y excitación. Es amor y orgullo. La satisfacción es el embrujo del final de la carrera. Es la línea de meta enredándose con el alma de aquel que sale victorioso. La satisfacción es la piedad de la conclusión, es la semilla de la calma. Es champán derramado, es un festejo a la vida. La satisfacción es el maná que alimenta el alma de aquel que gana, del que consigue su cometido. Es tan fuerte su sentir, es tan esperada su aparición, tan persistente su aprecio que, así como un neonato que muere sin dar su primer aliento, aquel que nunca ha sentido la satisfacción, aquel al que el calor de una conclusión bien llevada se le niega a aparecer, se etiqueta como un desdichado, un individuo aojado por la tiniebla de la ineptitud.
Pero la satisfacción no solo nace del trabajo, brota del esfuerzo, germina de la necesidad humana de tener un objetivo por cumplir. Además aparece de la virtud expresada con las acciones que moldean a la persona en el día a día, la satisfacción de no caer en la tentación, el regocijo de haber mantenido la compostura, el conseguir, como manifiestan los más grandes pensadores, manejar la situación de una manera ética y moderada. La satisfacción es un destello del paraíso, es una señal del verdadero ser. Pero una sociedad acomodada en la delincuente y aburrida droga de la procrastinación se permite renegar de aquello que hace aparecer la dichosa sensación de haber logrado algo, de haber vencido al monstruo de la ineptitud. Es tal la repulsión que existe ante la idea de venerar la labor que marcamos castigos eternos con ella, a Sísifo se le marca como un maldito, se le llama castigo eterno a la tarea de subir una piedra a cuestas por toda la eternidad, pero, ¿acaso alguien le ha preguntado lo que se siente al conseguir subir la colina? ¿Podemos omitir la alegría, aunque ínfima y rauda, de haber conseguido cumplir con su tarea solo por ser parte de algo a lo que le rehuimos? ¿No es eso sino tiránico y abusivo el sentirnos dueños de las sensaciones? ¿No podemos siquiera imaginar que un castigo, aunque de manera exigua, pueda llegar a llenar el espíritu humano? Porque en la eternidad las horas se difuminan, los siglos se hacen segundos y los milenios no son más que un parpadeo. Y una eternidad con sentido, con misión, con un objetivo, es una eternidad bendecida por el espectro de la satisfacción del individuo. Sísifo es un bendito entre los malditos del Averno. Es el único que sufre el gozo de cumplir con algo.
El verdadero infierno se esconde en la inmensidad de la mente humana y en el infinito de la ociosidad. Satanás está encerrado en el frío círculo de la desocupación. Por eso te susurra, aúlla desde el fondo del Hades, que te mantengas quieto. Alejado del poder saborear el dulce fruto de una labor finalizada. Porque el trabajo llena los vacíos que deja la indolencia, remarca las virtudes de los que logran superar los obstáculos para llegar a un fin. Porque la satisfacción es un premio incomprendido, es todo lo que no es y nada de lo que se cree. Porque la satisfacción mal entendida es vanidad y pereza, está vacía y podrida. Porque requiere de un fin mayor, un objetivo, para que brille y nos eleve. [FIRMAS PRESS]
*Escritor panameño.