El psicólogo Philip Zimbardo realizó un estudio en 1971 que descorrió un velo sobre la naturaleza del ser humano. Convocó a estudiantes universitarios para una investigación psicológica denominada “Experimento de la Prisión de Stanford”.
Los voluntarios fueron analizados previamente para comprobar su estabilidad psicológica, física y emocional. Todos ellos —jóvenes normales de la clase media— fueron asignados como prisioneros o guardias al azar, confinados a una prisión montada en el subsuelo de la Universidad de Stanford. El proyecto, planeado para durar dos semanas, fue cancelado a los seis días por haberse vuelto demasiado real para los participantes. Los prisioneros se volvieron sumisos y depresivos y los guardias se volvieron sádicos y abusadores. La notable transformación se dio en menos de una semana.
El Experimento de la Prisión de Stanford explica a nivel psicológico las atrocidades ocurridas en la prisión de Abu Ghraib, las cuales fueron recogidas en el libro “El Efecto Lucifer: Entendiendo cómo la gente buena se vuelve mala”. En la obra, el Dr. Zimbardo desarrolla una investigación penetrante donde concluye que casi cualquier persona, dada la influencia apropiada, puede abandonar su moral y colaborar en la violencia y la opresión. Sea por acción directa u omisión, la gran mayoría sucumbe ante su lado oscuro cuando se da un ambiente influyente que nos incita al mal.
En El Salvador ocurre un caso de estudio muy particular. Es un hecho cierto y evidente que las agrupaciones criminales conocidas como “maras” llenaron de luto a nuestro país con sus crímenes horrendos y sin sentido, eso está claro; pero ahora resulta necesario analizar el efecto que ha tenido en los cuerpos de seguridad nacional —policías y Fuerza Armada— los poderes cuasi omnímodos que ha traído consigo el Régimen de Excepción que tiene más de ocho meses de vigencia y —por lo que se vislumbra— tendrá muchos meses más.
Antes del Régimen de Excepción, la ciudadanía vivía con la seguridad que “poseía derechos” que hacer valer frente a un cuerpo de policía civil respetuosa de los Derechos Humanos nacida de los Acuerdos de Paz o frente a un soldado que pertenece a un Ejército regular, no deliberante, sujeto a la Constitución y a las leyes, quienes no podían restringir sus libertades individuales —libertad, circulación, asociación y expresión— a menos que estuviesen autorizados por un juez o un fiscal, teniendo como condición previa la existencia de un proceso iniciado y conducido conforme a derecho, basado en pruebas, que determinara su involucramiento directo o indirecto en un hecho delictivo.
Con la vigencia del Régimen de Excepción esa seguridad —legal y constitucional— simplemente se desvaneció. Los ciudadanos lo saben. Los cuerpos de seguridad lo saben… y actúan en consecuencia, conociendo el poder que tienen. De la noche a la mañana, toda su preparación respecto al debido proceso y derechos humanos se esfumó, ya que saben que pueden detener a cualquiera en el momento que quieran. Ingresar a su morada o revisar sus comunicaciones sin orden judicial previa.
Pueden detener, interrogar, quitar celulares, intervenir en conversaciones privadas, hacer uso de la fuerza, encarcelar e incomunicar a quien quieran por las razones que quieran, con el agravante que —a criterio de muchos abogados defensores— en muchos casos, no existen pruebas suficiente para proceder a la detención.
¿Es la represión indefinida la solución al problema de las maras? ¿Otorgar poderes omnímodos a la policía y al Ejército será la clave del éxito de un plan de control territorial? ¿Vivir colectivamente en un país-cárcel, a dónde las fuerzas de seguridad actúan como carceleros y nosotros como sumisos y temerosos prisioneros, es la solución permanente al problema de seguridad?
Estamos claros: a las maras se les debe aplicar todo el peso y rigor de la ley, sus crímenes deben pagarse conforme la legislación penal vigente, pero gobierno y sociedad deben encontrar una solución viable y permanente a la situación, lo cual únicamente se logrará si superamos la crónica división, odio y polarización en la que vivimos, asumimos políticas que no velen por intereses creados sino por los intereses de la colectividad; luchemos por la transparencia en el manejo de las finanzas públicas y la profundización de la democracia, todo lo cual nos permitirá romper el ciclo del subdesarrollo en El Salvador que genera pobreza y exclusión que es la causa principal del fenómeno; ya que el progreso para todos —que a su vez brinde oportunidades para todos, especialmente para los jóvenes—, será uno de los mecanismos para lograr sacar al país de la vorágine de violencia que a diario vivimos, caso contrario, el Efecto Lucifer —que a unos convierte en sádicos carceleros y a otros en sumisos prisioneros— seguirá comprobando su cruda realidad en estos 20,742 km².
Abogado, Master en leyes/@MaxMojica