Nadie duda de que Facebook, Instagram, Tik Tok, Youtube y otras redes sociales son negocio, pues si no lo fueran, habrían desaparecido hace tiempo del ciberespacio.
Por otro lado, como es muy sabido, “no hay almuerzo gratis”. Que es lo mismo que decir que cuando uno entra en relación con una empresa que le proporciona algo, y no se le pide contraparte por lo que se le da; tal como señala “El dilema de las redes sociales” —“un híbrido entre documental y drama que ahonda en el negocio de las redes sociales, el poder que ejercen y la adicción que generan en nosotros”—…;todo parece indicar que el precio que pagamos por el uso de las redes termina siendo bastante alto, y no precisamente en dinero.
De todo esto somos bastante conscientes los educadores. Efectivamente, quien se dedica a la formación de otras personas entiende mejor, por la fuerza de los hechos y del contacto diario con estudiantes, que todo lo que está alrededor y fundamentando el negocio de las redes sociales es especialmente peligroso para los cerebros de las personas más jóvenes. Los dueños de las redes se ingenian para que pasen el mayor tiempo posible en línea, pues enganchar un adolescente garantiza años de relación, y utilizan procedimientos muy cuestionables —por decir lo menos— cuando se ven desde la óptica de la ética.
Considerando todo lo anterior, entonces, no es de extrañar que a principios de este año haya sido noticia en los Estados Unidos que uno de los más grandes distritos escolares de la ciudad de Seattle haya interpuesto una demanda contra los gigantes de las redes, culpándolos de ser un factor importante en el aumento de los cuadros de depresión, ansiedad, ciberacoso y desórdenes alimentarios entre jóvenes y adolescentes.
“Las escuelas se sienten legitimadas para la acusación en la medida en que este deterioro de la salud mental impacta directamente en su función: entre los alumnos que sufren alguno de estos cuadros empeoran los resultados académicos y el comportamiento en clase, aumentan los trastornos del aprendizaje, y se incrementa el absentismo escolar y el consumo de drogas”, reza el texto de la demanda.
A todo esto, hay que sumar las peculiarescircunstancias por las que han atravesado los adolescentes en los últimos dos años. La pandemia de covid, concretamente, ha exacerbado el problema al dejar por horas y horas a los jóvenes encerrados en su casa sin más relaciones sociales que las mediadas por computadoras y teléfonos celulares, habitando un mundo bastante ficticio y siendo ciudadanos de una sociedad enrarecida por la falta de contacto humano. A merced de quienes pueden manipular no solo sus gustos y formas de pasar el tiempo, sino la misma forma de captar y entender la realidad.
Es importante considerar, además, que si bien nadie se acerca a un material tóxico a sabiendas, cuando quien presenta la carnada es hábil y la disfraza de algo inocente, si no placentero, el anzuelo se muerde con pasmosa facilidad. Y eso, precisamente, es lo que hacen los algoritmos que controlan la conducta digital de las personas.
Pero el daño a los jóvenes no tiene que ver solo con la calidad moral del contenido que consumen y que, por lo tanto, los algoritmos les proponen, sino que se añade un elemento importante: parecen ser más propensos al consumo adictivo. Una situación que sea como sea es fuente de problemas: percepción distorsionada de la realidad, necesidad de un consumo cada vez más “fuerte” o impresionante, muchas horas robadas al sueño… etc.
Así las cosas, resulta que el “almuerzo” que se nos propone no solo no es gratis, sino que, todo sumado, resulta incluso muy atractivo/tóxico. Especial pero no exclusivamente para la gente joven, pues la tentación del entretenimiento, la comunicación y la información “gratis” está omnipresente para todos en estos dorados tiempos.
Ingeniero/@carlosmayorare