La semana pasada recibí una breve llamada de Mr. Miles. Que mi anterior artículo necrológico lo había tocado de cerca, me dijo. “No porque yo me considere noble, sino porque hay pocas cosas que angustien más a un hombre como sentir con fuerza la cercanía de su propia muerte. Y yo la he sentido, Jorge - lo puedo llamar Jorge, ¿verdad? “
Pregunta retórica la anterior, pues sin esperar mi respuesta continuó: “Usted mencionó en su artículo la nota de un párroco. Pues la busqué y encontré. En ella, me llamó la atención que el párroco Paredes agradece a esa persona por varias cosas, entre ellas, ‘por la última plática larga y solitaria que tuvimos, ya Bobby en el hospital, y que me edificó tanto’. ¿Qué habrán platicado?, me pregunté, pues a mí me pasó justamente lo contrario: cuando me dieron la noticia de mi condición, me asusté tanto que, como le dije antes, vi más cerca que nunca mi muerte definitiva o mi muerte en vida, si lo quiere. La angustia se apoderó de mí: pensaba solo en los más tristes desenlaces. Y lo hacía desde que me despertaba hasta que me acostaba. Ni siquiera al dormir descansaba, porque mis sueños también estaban ocupados por las distintas escenas que imaginaba: siempre recurrente, la imagen de mi cuerpo tendido en una sala de operaciones, rodeado de médicos y asistentes. Como no tenía idea de lo que se hacía en ese procedimiento, imaginaba las peores cosas”.
Algo habré dicho, pero ni caso, siguió como si no me hubiese escuchado. “Estaba tan asustado que no sabía ni cómo rezar. Una tarde fui con un buen sacerdote que acababa de conocer y que me había causado la mejor de las impresiones, a pedirle que me ayudara. Dos, tres ¿cuántas horas habré pasado con él? Las suficientes. Hablé profusamente (ni que lo diga, pensé para mí) de mis temores, de mis dudas, de mis fantasmas. Hablé y lloré. Lloré como niño asustado. Al salir de allí me sentí tan liberado y tan tranquilo, como supongo que se sentirán algunas de las personas que usted atiende en su consultorio. Como ingeniero, nunca creí que hablar, solo hablar, hiciera tanto bien. Le dije antes que pocas cosas lo angustian tanto a uno como sentir con fuerza la cercanía de su propia muerte. Ahora también, desde mi corazón de ingeniero, le digo: pocas cosas tranquilizan tanto como la oración, ese diálogo cercano con el espíritu Creador en el que creemos algunos, con la fuerza de la inocencia sencilla como usted dijo en el más íntimo artículo que publicó. (En lo personal, me impactó que recordara ese artículo, “Mi Credo” lo titulé. Lo publiqué hace varios años ya y, efectivamente, ha sido lo más íntimo que nunca haya publicado. Todavía me impresionó más que recordara esa frase, pues yo mismo me la repito con frecuencia).
La llamada fue corta, pero sustanciosa. Habló para él, me pareció, pues casi no esperaba respuestas de mi parte. “Y no crea que ya estoy fuera de peligro, pero ya estoy viviendo más tranquilo. Otro ingeniero amigo mío, que también se vino para acá hace años y que dice que le va muy bien, cuando supo por lo que yo estaba pasando me llamó y me contó su propia experiencia. Distinta a la mía, pero igual de intensa. Me dijo que a él lo que le había ayudado era reconocer, justamente, que su propia vida estaba terminando y que ya no le quedaba mucho tiempo. La enfermedad había cambiado sus rutinas, se sentía algo raro y extraño. No me sentía que era yo, me dijo. Decidió entonces hacer las cosas según la importancia que él sentía que tenía cada una de esas cosas, que poco lo intranquilizaría de allí en adelante y –esto es fundamental, me enfatizó- decidí hacerme cargo de todo lo que pudiera en lo que me quedara de vida, Haga usted lo mismo Mr. Miles: entérese de su enfermedad, entiéndala, escuche con atención a los médicos que consulte pues han estudiado más que usted, pero tome usted las decisiones importantes al respecto. Es su cuerpo y es su vida. Nadie hay más interesado en usted que usted mismo. Otros le pueden informar mejor sobre su condición, evolución y consecuencias de lo que haga o deje de hacer, podrán absolver sus dudas, pero las decisiones que pueda, tómelas usted para no culpar a nadie. Decida, actúe y viva su vida”
Ninguno de nosotros ha tenido que enfrentar el nivel de responsabilidades del noble a quien usted recordaba, pero como diría uno de los modernos cipotes de por allá (me impresioné la última vez que fue por la patria: casi todos hablan metiendo palabras en inglés): la vida es wonderful, mi amigo. Aunque tengamos sólo una tortilla tostada para acompañar a los frijolitos y el café del desayuno. Pero abrir los ojos, estar enteros y poder salir a ver el cielo, eso es wonderful. Créamelo. Lo dejo porque me han venido a recoger unos amigos para ir al cine. Wonderful. Nos vemos. Colgó y se fue.
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