Desde el inicio del 2022, México ha sido estremecido por el asesinato de periodistas. Ha marcado un desagradable y alarmante “récord”, con cinco casos relacionados al ejercicio de su labor. Hubo un sexto caso, pero no vinculado al trabajo profesional, lo que no le resta importancia a la pérdida de una vida.
La violencia extrema contra periodistas registra desde el año 2000 el asesinato de 150 comunicadores en México, en posible relación con su labor.138 hombres y 12 mujeres.
“¡Nos queremos vivos, nos queremos vivos!”, fue la consigna de los periodistas además de gritos de “¡justicia!”, al manifestarse en la Cámara de Diputados y de Senadores. Luego, se guardó un minuto de silencio por los periodistas fallecidos.
Tal tipo de crímenes son para muchos, una noticia más. Otros la reciben con fatalismo y algunos con indiferencia. También están los que llegan a alegrarse. Sí, aquellos que normalizan que es la manera más efectiva de callar al periodismo, y que alientan o son alentados por una permanente narrativa antiprensa.
En la práctica, la sociedad entera pierde cuando un periodista es asesinado, porque impide la libre circulación de información, opinión e ideas entre todos los ciudadanos sin excepción. Además, las amenazas de violencia y los ataques contra periodistas, generan un clima de temor en los profesionales de los medios de comunicación.
El artículo 9 de la Declaración de Principios sobre Libertad de Expresión de la OEA incluye el asesinato de periodistas, forma extrema de agresión, como un mecanismo de afectar el derecho humano a buscar, recibir y divulgar información.
Establece que “el asesinato, secuestro, intimidación, amenaza a los comunicadores sociales, así como la destrucción material de los medios de comunicación, viola los derechos fundamentales de las personas y coarta severamente la libertad de expresión. Es deber de los Estados prevenir e investigar estos hechos, sancionar a sus autores y asegurar a las víctimas una reparación adecuada”.
De aquí se desprende una obligación a los Estados. Una asignatura pendiente de aprobar históricamente en muchos países, y que se resume, en una palabra: impunidad. La Organización de las Naciones Unidas para la Educación, Ciencia y Cultura (UNESCO) establece que el 87% de los asesinatos de periodistas cometidos desde 2006 en el mundo quedan sin resolver.
Otros crímenes contra periodistas han ocurrido en lo que va del año en Puerto Príncipe, Haití: John Wesley y Wilguens Louissaint el pasado 6 de enero, hechos que han generado peticiones a las autoridades para que a la brevedad investiguen, juzguen y sancionen penalmente a los responsables. También a que reparen de forma integral a sus familiares y refuercen los mecanismos de protección a periodistas.
La impunidad da alas a los sicarios y sus patrocinadores. Y no solo es referida a asesinato de periodistas. Complace la visión retorcida de quienes aprueban tales atropellos cuando azuzan a la violencia, la justifican y reproducen la narrativa antiprensa.
Es preocupante cuando es impulsada desde la función pública. La Relatoría de Libertad de Expresión, de la OEA, documentó que, en enero pasado en medios estatales venezolanos, un diputado oficialista exhibió afiches de periodistas, señalándolos como “ladrones” y llamando a su búsqueda bajo esa calificación y a su criminalización.
Esa oficina dejó en claro en un comunicado su rechazo a señalamientos estigmatizantes: “acentúan la hostilidad contra la prensa. Para la Relatoría, la alta investidura de quien los ha pronunciado y su reiteración implican una omisión de las autoridades en su deber de prevenir hechos de violencia contra la prensa.” Otro rasgo de las alas de la impunidad.
Periodista.