La Hermana Pacita tuvo un trágico final: la asesinaron. Unos vecinos encontraron su cadáver semienterrado a ciento veinte metros de su humilde vivienda. Los hermanos de la iglesia cristiana en la que se congregaba, “Jesucristo la principal piedra del Ángulo”, fueron los que informaron a las autoridades, primero, su desaparición y, luego, el descubrimiento de su cadáver.
La Hermana Pacita murió de una serie de golpes contundentes en cabeza y rostro, hechos por un criminal desconocido y, como no tiene parientes, su asesinato se suma a la larga serie de asesinatos y desapariciones de un grupo de ciudadanos que los investigadores sociales llaman “los menos muertos”.
Son “menos muertos” por que su tragedia no llega a los titulares, ni genera olas de indignación en las redes sociales. Las autoridades no se refieren a ellos en cadenas nacionales, no se iza a la Bandera a media hasta en su memoria, tampoco se les erigen monumentos. Nadie se preocupa en escribir su biografía, son simplemente un número más en las estadísticas nacionales. Vivieron y murieron en un denso anonimato generado por la pobreza endémica y generacional, propia de sus humildes existencias, la que lamentablemente comparten vastos segmentos de nuestros conciudadanos.
Apenas leemos una breve nota sobre sus efímeras vidas: encuentran cadáver decapitado en un predio. Un torso humano flotando en un río. Cuerpo en avanzado estado de descomposición en una quebrada. Fosa clandestina en un área semiurbana con 5 cadáveres no identificados y así… ad nauseam et infinitum. Lo curioso de la sociedad salvadoreña es que nadie se preocupa ni escandaliza por la existencia de los “menos muertos”. A pesar de las terribles noticias, nuestra vida podría continuar sin contratiempos… hasta que nos pasa a nosotros... hasta que el “desaparecido” es un padre, hermano, tío o primo... hasta que la delincuencia empieza a operar y hundir sus pútridas garras en las colonias de clase media y alta, salpicando nuestra vida con ese dolor tan hondo como lo es el de perder a un ser querido por causas no naturales. No es hasta ese momento cuando nos damos cuenta de la cruel realidad y de la envergadura del problema.
Cuando eso pasa, las alarmas sociales se activan. Las protestas en redes sociales y en la calle se hacen notar. Se contratan abogados para interponer querellas y conducir investigaciones. Pareciese que no nos damos cuenta del “fenómeno de la delincuencia” hasta que nos afecta a nosotros, porque cuando se trata de la muerte y sufrimiento de los pobres y desposeídos… su tragedia pareciese ser cruelmente natural.
Las tragedias como la de la Hermana Pacita se cuentan por miles en El Salvador y parece que no hay nada ni nadie que esté interesado en ponerle un paro, situación que genera una sensación de impunidad que estimula —aún más— el crecimiento y desarrollo del crimen organizado y no organizado, más cuando se sabe que la tasa de judicialización de los asesinatos no sobrepasa del 5% sobre la totalidad de crímenes cometidos y de ese pírrico 5%, la tasa de condenas no sobrepasa el 20% de los casos presentados.
La tragedia de los “menos muertos” en El Salvador está a la vista de todos, el problema es que todos insistimos para voltear a ver a otro lado. A lo mejor con tanta noticia sobre cadáveres decapitados y mutilados, con tantas fosas comunes, ya nos hizo un callo en el alma. Ya nos acostumbramos a vivir una vida salpicada de sangre inocente, seguros quizás de que esa tragedia nunca llegará a ocurrir en nuestros pasajes con seguridad privada; pero la verdad es que la muerte de un salvadoreño constituye una tragedia irreparable, incluyendo la muerte de la Hermana Pacita, que no tenía parientes. Su muerte —y la de todos los asesinados y desaparecidos— nos debería doler como si fuera la de nuestro hermano.
Esta columna está hecha en memoria de quien ahora ya nadie recuerda. Descanse en paz, Hermana Pacita, junto a los miles y miles de salvadoreños muertos cuyos nombres nadie recuerda y solo constituyen una cifra en los expedientes de Medicina Legal.
Abogado, máster en leyes. @MaxMojica