Es nuestro árbol nacional. Me imagino que alcanzó tan alto honor por la belleza de su floración. Es de una belleza que, en verdad, arroba y embelesa. Si a ustedes les gusta tanto como a mí, han de haber estado felices este mes de febrero, cuando tuvimos el agrado de verlos en lo mejor de su floración. ¡Qué espectáculo! De hecho, de los pocos con que nos podemos solazar mientras conducimos nuestro vehículo en el atolladero que constituye el tráfico en nuestro país.
En una de las entradas que consulté, ponía que “…se lo encuentra profusamente distribuido a lo largo de carreteras y pueblos del país”. No ponía la fecha, pero creo que esa nota debe haber sido escrita hace veinticinco años, por lo menos, si no más. Me parece que ni los árboles de Maquilishuat ni los de Cortez blanco (Guayacán amarillo, en Panamá) son ahora tan frecuentes como hace, calculo, treinta años. Hemos sido testigos como, en las últimas dos décadas, el impulso urbanístico ha ido eliminando los escasos que subsistían en nuestra ciudad capital. Al punto que, por entonces, sugerí a las alcaldías de San Salvador, Antiguo Cuscatlán y Santa Tecla que levantaran, con alumnos en trabajo social, un inventario de tales especies en sus territorios. Algo pudieron haber hecho por salvarlos, ¡Tarde hemos piado! Nos tendremos que contentar con los pocos que quedan. La carretera de Comalapa, por ejemplo, sí se vistió de rosado, que allí hay tramos en los que se ve que se ocuparon en sembrar el árbol nacional. El costado sur de Metrocentro, bajando por la Avenida Los Andes, que separa a Metrocentro del edificio de oficinas del ISSS, es otro lugar que me ha regalado el espectáculo de la floración del Maquilishuat. No sé si habrá que agradecerlo a don Luis Poma, aquel visionario personaje que construyó ese complejo comercial y que le cambió la fisonomía a la capital, pero estoy seguro de que no fue al azar, sino que alguien tuvo que haber ordenado que se sembraran allí esas cantidades del árbol nacional.
Esos espectáculos gratuitos me han hecho recordar Maquilishuats imponentes de mi juventud, de los que rescato dos de mi memoria: el que estaba en una gasolinera, justo en la esquina que forman la Manuel Enrique Araujo y la calle Loma Linda que sube hacia San Benito. Su copa creo que había alcanzado los cinco metros de altura por otros tantos de diámetro. Era impactante enfrentarlo en los meses de enero y febrero cuando florecía. Lástima que tuvieron que cortarlo, no sé si por el peligro que representaban sus ramas o por alguna enfermedad que le hubiera “caído”. El otro es el que nos recibía año con año en el “edificio de aulas A” de la UCA donde inicié mis estudios de Psicología. No lo gozábamos tanto de estudiantes porque todavía estábamos de vacaciones para cuando floreaba, pero sí que lo gocé mientras trabajé en esa universidad a finales del siglo pasado. Me ha dado gusto ver, en uno de los sitios virtuales, una foto tomada en 2020 en los que aparece un árbol de Maquilishuat en el campus, aunque no creo que sea el mismo al que me refiero.
Durante la primera década de este siglo, dirigí un proyecto de la colaboración internacional en la que me tocó visitar muchas escuelas rurales, de esas que supuestamente estarán renovando a una por día durante dos años aprox. (¿vacrer?, como dice nuestra gente) Me entristecía ver que las/los directoras/es de las mismas, en sus Planes Estratégicos Institucionales, siempre pedían crecer construyendo espacios cerrados: aulas, auditorios, salas de usos múltiples. Soñé entonces que el Ministerio de Educación emitía un decreto ejecutivo obligando a las escuelas rurales que pudieran albergar árboles a que sembraran uno de Maquilishuat y otro de Cortez Blanco, por lo menos. Ya habrían crecido y estarían floreciendo para estos días.
Hay que señalar que, al pasar la floración, alguien tiene que encargarse de barrer la basura que hacen las flores caídas las cuales, en lugar de “ponernos de oro el corazón” como “las hojas que al suelo han caído” del verso de Neruda, son un atentado para quien camina, pues se puede uno deslizar con facilidad si pisa mal una de ellas.
Cualquier aparente belleza del momento trae aparejado su trabajo o dolor para gozarla. En nosotros está escoger si gozamos la belleza de su floración o si nos quejamos del trabajo que nos causa barrer las flores caídas. Como todo en la vida “you’ve got to take the bitter with the sweet” cantaba mi admirada Carole King en la década del setenta. Desde entonces lo aprendí…. Y me ha servido.
Psicólogo