Vivimos en un mundo mediado por la tecnología. La cantidad de datos con que cada uno de nosotros alimenta “el sistema” cada vez que oprime una tecla, o cambia de pantalla en su teléfono celular, es ingente; y más cuando se suman las interacciones de todos los usuarios de Internet alrededor del mundo. Si, además, se añaden los datos de geolocalización que continuamente proporcionan esos mismos aparatos, la información del uso de tarjetas de crédito, las interacciones entre usuarios, y un enorme etcétera… No hay poder humano que pueda administrar toda esa información.
Con todo, si bien no hay capacidad humana para administrar la masa de datos disponibles, para dotarlos de sentido y por tanto de utilidad, sí que hay poder mecánico/cibernético para hacerlo. Los algoritmos creados para ordenar, interpretar y utilizar el mar de información existente, están siendo cada vez más perfeccionados, y se usan no sólo para conocer y predecir el comportamiento humano, en general, y el suyo y el mío en particular, sino también para inducirlo y provocarlo, creando una engañosa y falsa percepción de libertad (por la que se cree que uno cuenta con más posibilidades y opciones de las que en realidad tiene); una ilusión de libertad que no sólo fomenta el uso de las interacciones virtuales, sino que las hace transparentes al usuario.
Una pequeña parte de lo que venimos diciendo puede ilustrarse llamando la atención sobre la proliferación de empresas que se dedican a ofrecer apuestas deportivas. Pues, como siempre, cuando un negocio se multiplica, es señal de que es rentable.
Buena parte de la rentabilidad de esas casas de apuestas, depende de la utilización de algoritmos que analizan todos los datos disponibles acerca de cualquier evento deportivo, con el propósito de predecir resultados. Pero esa moneda tiene otra cara: por mucho que se sepa todo de un equipo, de un deporte, de un jugador, nunca se llegará a poder cuantificar, y predecir todo. Pues siempre, en lo humano, entra no sólo el determinismo, la costumbre o la repetición, sino que también tiene un papel privilegiado la espiritualidad; es decir, la libertad y las condiciones humanas (impredecibles por definición) de los protagonistas.
Un buen ejemplo de lo que venimos diciendo puede encontrarse en lo que sucedió en la última final del Australia Open. Un torneo de tenis que contrató los servicios de Game Insight Group, una firma que proporciona predicciones deportivas, por medio de la utilización de sistemas de inteligencia artificial, algoritmos y cálculo de estadísticas.
Como todos estos sistemas, mientras más datos se recaban, más ajustada terminará siendo su predicción, y en un evento deportivo como el tenis, el predictor es alimentado con cada golpe, carrera, velocidad de la pelota, o fallo de los jugadores; no sólo de partidos ya jugados, sino durante el desarrollo del mismo.
Pues bien, al inicio del encuentro, la empresa daba un 64% de posibilidades de gane a Daniil Medvédev (n. 2 del ranking mundial), y, consecuentemente, 36% a Rafael Nadal (entonces n. 6 del mundo). A mediados del partido (y ni la máquina ni nadie sabía que estaban a la mitad) las cifras habían cambiado drásticamente: 4% a Nadal y 96% a Medvedev. El resto es historia: después de cinco sets, Nadal conquistó por veintiuna veces en su vida un trofeo de Grand Slam.
¿Qué sucedió? ¿Por qué las predicciones se “torcieron”? Porque los imponderables: capacidad de concentración, audacia, cobardía, generosidad, suerte, tenacidad… en una palabra, la condición humana, fueron determinantes. Todos los espectadores del partido vieron eso, todos, menos el algoritmo de Game Insight Group.
Lo que pasó fue excepcional, de acuerdo. Pero precisamente es esa excepcionalidad la que manifiesta la espiritualidad propia del ser humano, una condición imposible de ser vista por las máquinas, y por quienes apuestan su forma de entender el mundo exclusivamente a lo mediado por lomecánico/cibernético.
Ingeniero/@carlosmayorare