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Dr. Reynaldo Galindo Pohl: La Ilustración en el trópico

“La pluma es la lengua del alma; cuales fueren los conceptos que en ella se engendraron, tales serán sus escritos”, Don Quijote de la Mancha.

Por Francisco Galindo Vélez |

¡Sapere Aude! ¡Atrévete a saber! Una expresión de Horacio que Immanuel Kant popularizó como lema de la Ilustración, del Siglo de las Luces, el referente del Dr. Reynaldo Galindo Pohl, mi padre.


Fue un hombre de la Ilustración, pero con una diferencia fundamental con la mayoría de los de aquella época, e incluso con algunos contemporáneos: la Ilustración para todos y para todas, sin distinción por tonos de piel, origen social, cultural, nacional o continental. Como humanista le disgustaba profundamente la injusticia en todas sus formas y manifestaciones, y el desperdicio del talento por la falta de oportunidades, convencido de que el talento no es privilegio de unos cuantos y que está parejamente repartido por todo el planeta.

La Ilustración se encuentra en la obra que empezará a divulgar la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Nacional de El Salvador. Se trata de un proyecto que incluirá la obra publicada, tanto en español como en otros idiomas, la obra inédita, y cientos de cuadernos de notas, para los que se necesitarán arqueólogos o boticarios porque su letra era muy apretada. Así, la obra se irá poniendo en línea a medida que se complete el proceso de digitalización.


La familia la ha cedido para cumplir con su visión de la educación y la cultura como derechos y no mercancías. La verdad es que nunca le interesó lo material; le interesó la cultura, el conocimiento, saber cómo funcionan y se relacionan las cosas de este mundo y de este universo, cómo nos relacionamos con ellas como personas y como grupos humanos y, desde luego, cómo nos relacionamos entre nosotros.

A la educación y la cultura dio la mayor importancia, convencido de la necesidad de formar generalistas y especialistas sobre una base cultural de amplio humanismo. Le preocupaba el caso de especialistas con buena educación, pero sin cultura; es decir, muy buenos en su campo, pero desconocedores de otros saberes de la humanidad. A su juicio, esa realidad los limitaba a un estrecho enfoque y a un reducido entendimiento del mundo. Coincidió, pues, con André Malraux cuando definió la cultura como aquello que hace al Hombre, con H mayúscula, algo más que un accidente de la naturaleza.


Su inquietud intelectual lo llevó a adentrarse en muchos campos del saber humano: el derecho, ciertamente, la filosofía, su tema predilecto, pero también las ciencias, sociales y exactas, y, desde luego, la literatura y las artes; todo con un método de aprendizaje y de enseñanza. Y ese conocimiento basado en el estudio y en la experiencia práctica se refleja en su curriculum vitae que, aún incompleto, tiene más de 60 páginas. Es un libro en sí mismo: presidente de la Asamblea Constituyente de 1950; catedrático de la Universidad Nacional de El Salvador; Embajador; Representante del secretario general de las Naciones Unidas en Chipre; relator de la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas para Irán; presidente de la II Comisión de la Tercera Conferencia sobre el Derecho del Mar; juez del tribunal de arbitraje en el litigio fronterizo de Laguna del Desierto entre Chile y Argentina; profesor del Instituto Internacional de los Océanos en Malta, Alemania y Jamaica. Esto, y mucho más, lo llevó a los más grandes salones de los países más importantes, pero en medio de todo ese brillo y de todo ese esplendor nuca olvidó que era de Sonsonate.

Su casa fue un lugar con paredes tapizadas de libros, sin gritos y sin violencia, donde solo la palabra serena tenía valía y donde todas las opiniones eran aceptadas y respetadas, aunque no fueran compartidas. A este efecto, en la introducción a su tesis de doctorado dice: “Todo se debe a un hábito arraigado: aceptar con beneficio de inventario las opiniones ajenas, y someter a crítica las ideas antes de dejarlas reposar en el caudal de los conocimientos. Y sólo así se responde a una concepción que debiera arraigarse en los círculos filosóficos: aquello de que no se enseña filosofía, sino que se enseña a filosofar, como decía Kant a sus discípulos. En este sentido, la disciplina de prosapia es propia –en esta época en que hasta los espíritus tienden a moldearse en serie conforme a patrones fijos, con el consiguiente sello de lo vulgar – para formar la personalidad del intelecto”.


Fue puntual porque era su forma de significar a las personas el respeto que les tenía. No fue una persona de resentimientos y odios. Fue un gran tribuno con los dones de saber escuchar y de cambiar de opinión. Fue muy modesto, creía en la gente y en la palabra para evitar y resolver conflictos, y en que la palabra dada y un apretón de manos valían más que las firmas de mil notarios. Hay dos síndromes de los que no sufrió: el síndrome del primer día, aquello de que todo está mal y sin solución pero que llega el deus ex machina de las tragedias griegas antiguas y lo resuelve todo en un instante; y el síndrome del último día, aquello de que después de mí el diluvio.
Su relación con los libros fue muy especial y tres libreros amigos suyos en Madrid, París y Ginebra le enviaban los libros por correo. En Ginebra, algunas veces lo acompañé a la librería de su amigo. Una de aquellas tardes es particularmente memorable, pues hablaron de ediciones de libros publicados en francés y de la historia de esas ediciones, por qué eran diferentes unas de otras y, desde luego, por qué unas eran más predilectas que otras. Esa tarde comprendí el significado de la palabra erudición.


A sus amigos libreros les solicitó que le consiguieran una edición muy especial del Espíritu de las Leyes de Montesquieu; también me pidió que lo acompañara en aquella búsqueda. Una mañana de domingo en Niza, en uno de esos maravillosos mercados de las pulgas a cielo abierto que tienen en aquellos lugares, encima de una pila de libros sobre una mesa de vieja madera, estaba el libro; el libro me había encontrado. Inmediatamente lo compré; el dependiente extrañadísimo de haber logrado una venta sin el consabido regateo. Se lo traje, lo hojeó, revisó, y después de un rato, con satisfacción y emoción, exclamó: ¡este es! Habían pasado 20 años.

Se fue ausentando, los fugaces instantes de conciencia fueron cada vez más escasos, pero en algún momento en el hospital le dije: Papá, “Volverán las oscuras golondrinas / en tu balcón sus nidos a colgar / y otra vez con el ala a sus cristales / jugando llamarán”. Reaccionó al instante; era uno de sus poemas favoritos. Lo recordó perfectamente y juntos declamamos a Gustavo Adolfo Bécquer. Fue el último contacto que tuvimos; murió a las pocas horas.
Conociéndolo, puedo asegurar que convertir a su amada universidad en custodio de su obra es el mejor homenaje que podemos hacerle. En la Universidad Nacional de El Salvador estudió, se doctoró y enseñó.
¡Sapere Aude! ¡Atrévete a saber!

Francisco Galindo Vélez es exEmbajador de El Salvador en Francia y Colombia, ex Representante del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) en Argelia, Colombia, Tayikistán y Francia, y ex Representante adjunto en Turquía, Yibuti, Egipto y México.

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