La quinta muerte del asesino de esfinges fue cuando —durante un viaje a las selvas— contrajo una fiebre mortal, mientras buscaba a los habitantes perdidos de las pirámides. Su sexta muerte fue cuando —en medio de una tormenta— perdió el control de los caballos desbocados como sus deseos y su coche cayó a los abismos, en el camino de la ciudad de Im. Solo su alma inmortal quedó ilesa, y el hombre que había sido murió víctima de sus mismos instintos desbocados. Sus instintos, que eran equinos con rostro humano. La ira de Kania —por ejemplo— era un caballo rojo y rabioso, de luminosa mirada. El miedo era el segundo potro de la izquierda, con saltones ojos de pánico y de locura. La lujuria era el caballo amarillo, el verde la soledad y el azul su desenfrenado instinto de libertad. La última victoria de Kania fue su muerte séptima, cuando se enfrentó a la pérfida esfinge de las dunas. Es decir, cuando se enfrentó a sí. Amarla, era amarse a sí; vencerla era quedar vencido al final; asesinarla era clavar un puñal en su propio corazón de hombre y de fábula. (III)
Corceles del deseo
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Por Carlos Balaguer | Ago 15, 2022 - 15:45