Últimamente he tomado el rol de espectadora en el acontecer nacional. Algunos dirán que me vendí; otros, que sigo soñando en los últimos 30 años. Pero la verdad es que me he dado cuenta de que ni 12 años de guerra ni 30 años de paz ni 3 años de nuevo orden han cambiado mucho las cosas para el país. Espero con eso cubrir a todos y que no se me acuse de favorecer a nadie con mis simpatías.
Al mismo tiempo, para evitar desalentarme de la confusión generalizada, he estado releyendo páginas de la historia de mi país, páginas de las que nunca se habla en la escuela y que sólo aquellos que nos gusta la historia leemos. Como, por ejemplo, que tuvimos un presidente nicaragüense, que ni siquiera habíamos sido nombrados como país cuando hubo un golpe de Estado (1823) y que hay más presidentes y constituciones que las que uno se imagina. Concluyendo: hemos vivido en un desgaste político por 200 años y contando. Y parece que a nadie le importó ni le importa.
El salvadoreño es trabajador, se reinventa, en el campo, es generoso como la tierra. El salvadoreño ama a su familia hasta la tercera y cuarta generación. El país es una belleza: desde los indescriptibles parajes de las montañas de Chalatenango hasta la inmensidad de los atardeceres de la Bahía de Jiquilisco. Recuerdo que, cuando era niña, al regresar de la playa veíamos las plantaciones de algodón que se extendían hasta el mar. Yo crecí en una casa en medio de cafetales y recuerdo cómo podía ver mi aliento por las mañanas.
El salvadoreño puede ser el ser más noble. Defiende a sus amigos a capa y espada,y su familia es intocable. El salvadoreño es cálido. Recuerdo cuánto echaba de menos esa calidez cuando estudiaba en Chile, ese “venite a mi casa” que tanto aprecian en tantas partes del mundo.
Sí, señores, somos un país que lo tenemos todo: tierra generosa, clima privilegiado, paisajes que son imposibles de plasmar en todo su esplendor. Y sin embargo nunca hemos tenido paz. Nunca. Y no, no tiene que ver nada con los treinta años, ni los tres, porque ya en los 1800s se le estaban robando las tierras a los indígenas-los ejidos- para cultivar café. Desde entonces viene la “corrupción” tolerada por la sociedad. Es porque nos creemos pequeños dioses.
Parece que los salvadoreños tenemos el poder de saber quién es bueno y quién es malo. Todos sabemos la vida privada de todo mundo, aunque no los conozcamos. Todos imponemos nuestro criterio en lugar de buscar conocer la verdad, y nos cerramos a la “verdad” que nos es más conveniente. Y siempre nos aseguramos de que haya un pobre, un débil o un culpable que nos haga sentir superiores. Aunque sea el columnista de opinión.
Sea por fe o por conocimiento general, todos conocemos la historia de Adán y Eva en el Paraíso. El engaño de la serpiente fue tan sencillo: “Si comen del fruto prohibido, serán como dioses”. Y eso es lo que ha ocurrido a través de la historia, los hombres con contadas excepciones se han creído dioses sin darse cuenta de que estaban desnudos.
Quizás, algún día, llegue un momento en que los salvadoreños se den cuenta de que de dioses no tienen nada, que la vida y la muerte (física, moral y social) del prójimo no les corresponde a ellos. Y en ese día, quizás se pueda reconstruir algo de este terruño para que sea un paraíso.
Pero para mientras seguimos siendo un país espléndido, lleno de pequeños dioses.
Educadora, especialista en Mercadeo con Estudios de Políticas Públicas.