Hasta hace poco nos conformábamos con que los expertos supieran decirnos qué estaba pasando y nos propusieran soluciones a los problemas. Pero esto ha ido cambiando. Hoy día médicos, economistas, meteorólogos, políticos, y otros, no solo deben explicar las cosas, sino predecir el futuro.
Leía recientemente un artículo que explicaba que ese anhelo por adelantarnos a lo que va a pasar tiene una base fisiológica. Los seres humanos estamos hechos de tal manera que podemos trascender el momento presente y “vivir” el futuro; y buena parte de esa capacidad la tiene una hormona: la dopamina, que más que un compuesto químico asociado con la felicidad, es una molécula clave para nuestra capacidad de trascendernos. Como dice en el artículo al que hago referencia, “sin la dopamina no podríamos ni crear, ni creer, ni enamorarnos”.
Sorprendente, verdad. Pero resulta que la dopamina de marras, además de segregarse en momentos felices (que, bien vistos, tienen mucho que ver con el futuro, con las expectativas que genera una situación concreta), también nos da seguridad. Una seguridad que puede ser vista desde el ámbito de evitar riesgos, pero también desde el deseo humano de control. Hoy día, la inteligencia artificial puede predecir con mucha exactitud el número de viajeros en un vuelo determinado basándose en los datos históricos de ocupación de asientos. De la misma manera que los algoritmos pueden predecir quién va a ganar las elecciones. Por poner un par de ejemplos entre miles que podrían escogerse.
Con la información se puede predecir mucho, y junto con la tecnología que la hace posible y que facilita encontrar el lado práctico del asunto, las sensaciones de control, seguridad, y felicidad (dopamina mediante) aumentan hasta niveles impensables hasta hace solo unos pocos años, pues nunca como ahora ha sido posible predecir no solo sucesos que dependen de las simples leyes naturales, sino algo tan azaroso (como se pensaba antes) como el comportamiento humano.
Sin embargo, en todo esto late un equívoco. Y es el hecho de que, si bien las circunstancias pueden condicionar nuestro comportamiento, no implica que lo determinen.
La informática y la capacidad de contar con ingentes cantidades de datos y procesarlos para encontrar patrones ha logrado mejorar hasta niveles impensados la capacidad predictiva de las máquinas. Pero, por mucho que los avances sean inmensos, el factor humano (desde la capacidad de razonar, la cultura y ahora la dopamina) sigue siendo un misterio en cuanto a la posibilidad de predecir comportamientos de personas concretas, no así cuando se trata de conocer con antelación qué hará una masa de votantes, compradores, o hinchas deportivos.
Así, la literatura al respecto bascula entre libros que anuncian que la capacidad de predecir nos hará infalibles; por ejemplo, “Power Prediction. The Disruptive Economics of Artificial Intellignece”; o “Data Juice: 101 Stories of How Organizations Are Squeezing Value from Available Data Assets”; y otros que sostienen la tesis de que nuestras limitaciones están determinadas por factores que se salen de nuestro control, como por ejemplo “Ruido. Un fallo en el juicio humano”, “La señal y el ruido” o “Las trampas del deseo”.
Parece claro que es imposible predecir absolutamente todo. Y así, tanto el clima como la vulcanología, pasando por las mutaciones de un virus, o la gente que no dice lo que piensa en encuestas políticas, se encargan una y otra vez de tumbar predicciones “seguras”.
Quizá por todo lo anterior, a pesar de nuestra pretendida seguridad de saber lo que va a pasar, no dejamos de vivir con la sensación de que vamos de sorpresa en sorpresa…
Si la mismísima naturaleza se salta a veces leyes milenarias ¿qué no hará un hombre concreto, una mujer determinada, cuando a su capacidad de razonamiento, su educación, su influenciabilidad cultural, se le agrega la capacidad de soñar y de atreverse a lo imposible?
Ingeniero/@carlosmayorare