El humano es carne y energía, cuerpo y espíritu; es un amasijo de músculo, hueso, nervios y grasa que encapsula un aliento divino dentro los bordes de su piel. Es un muñeco de cuero y pelo que juega en libertad por el reino de lo físico, buscando, recabando, descubriendo piezas de la tierra de lo esotérico. El límite se rompe cuando el envase cansado reposa en su lecho, dejando escapar en cada bocanada pedazos del alma cautiva en su ser mientras deambula bajo el hechizo de Morfeo, saboreando los aromas de la realidad. Se aleja el ánima del cuerpo dormitante con el cantar de los gorriones al atardecer y se despide con sucias coplas de amor dedicadas a la vida. Somos todo lo que llevamos dentro, pero nos conforma, nos mantiene y nos arrulla el universo de nuestra efímera existencia etérea.
La podredumbre de la carne rancia que aún vive en el interior de aquellos que ya perdieron la fe aleja arisca el brío de un alma plena. Lo sabía Epícteto, lo sabía Marco Aurelio, que al calor de la conformidad se desvanece la ilusión del espíritu humano, vigoroso y valiente. Es naturaleza humana querer hacer desaparecer las murallas de lo imposible con el grito de su voluntad. Porque los anhelos perdidos se los lleva el Estigia para que sean despedazados por las corrientes del olvido. Pero los obstáculos de la vida desvían la ambición y salan la tierra, antes verde y fértil, con el martirio a los osados.
La condena no siempre quebranta al viajero que la atraviesa, a veces convierte al caminante en el campeón de sus deseos. Revelándose frente a él los tesoros intangibles de la sabiduría. Y es que el miedo al sufrimiento es natural, como la vida misma. Es una reacción común la de que frente al disgusto, al terror, al pánico, se prefiera la inoperancia de parar en seco todo acto para dejar que la calma de la comodidad llene el hueco que dejó el cese de la intención.
La sagaz pereza derriba el brío y con afán carnívoro devora los restos del imperio de los sueños. Porque la avaricia de un segundo más lleva al desquiciado, al maníaco, al desesperado, a ocultar el dolor bajo la sábana maldita de la laxitud. Porque un segundo más es un segundo menos, es perder antes de empezada la carrera de la vida. Y las blasfemas manos obran cual esclavas del egoísmo humano, escarbando, puñado a puñado, la tierra bendecida por la fantasía en búsqueda de esa piedra primordial de donde brota el combustible de sus aspiraciones.
Porque la tenacidad nace de la divinidad. Con la perseverancia, la sangre se transforma en icor, nos dota de fortaleza y energía. La constancia de lograr aquello que se pensaba imposible es el germen de lo mitológico, es donde nacen las leyendas. El brío humano es la ambrosía de los dioses, somos las viñas de sus vinos. Somos, para desconcierto de muchos, los bueyes que tiran del pesado carruaje de los mitos. Dentro de cada corazón está, a veces escondido en lo más profundo, un ejército de valor y dedicación que desea blandir sus espadas en contra de la enfermedad de la dejadez.
Pero la cotidianidad de la gandulería afea los esfuerzos de los pocos que intentan escapar de la isla de la vagancia, señalados por las mofas de los reyes de la desgana como impíos seguidores de una realidad imposible, pero son los que no se dejan quebrantar, los que no sucumben bajo el peso del escarnio, los que conocen, de primera mano, las bondades de la verdadera humanidad. [FIRMAS PRESS]
*Escritor panameño.