Es de sentido común que la marcha económica de un país depende, y mucho, de la capacidad productiva y de las características culturales de sus habitantes. Además, claro está, la prosperidad económica también está en función de los recursos con que se cuente, la capacidad de administrarlos, el papel del gobierno en la regulación de las interacciones, etc. El desarrollo y la economía, la buena o mala situación económica, son efectos de múltiples causas.
Como sea, también es sensato pensar que esa variedad causal tiene en la calidad de las personas un factor común importante; y que, como esa índole está en función directa de la formación y de la cultura de los agentes sociales –las personas-, la educación (para lo que nos interesa: motor de innovación, de la producción, del consumo inteligente, de la convivencia sana, etc.), es fundamental para salir adelante, para prosperar.
Cuanto mejor educadas estén las personas,entonces, serán más capaces para lograr eficiencia en su trabajo, y no solo eficacia; es decir: sacar el mayor provecho posible de los recursos disponibles y no conformarse solamente con lograr resultados. De hecho, no faltan estudios muestran cómo el nivel educativo general de una sociedad, está relacionado con la buena marcha de su economía.
Es importante señalar que cuando escribimos aquí “nivel educativo”, no nos referimos únicamente a la titulación o el éxito en la educación formal en una sociedad determinada pues, como es conocido, educar no se limita al ámbito formal. Si así fuera, en los países más desarrollados (que suelen coincidir con aquellos en que los porcentajes de educación universitaria son más altos) no se daría la paradoja de la sobre calificación académica entre la fuerza laboral.
Pues bien, entre los parámetros que se suelen utilizar para medir la salud económica de un país, el más importante sigue siendo el volumen del Producto Interno Bruto; pero si lo tomamos en cuenta sin ponderar las consideraciones anteriores, se puede correr el riesgo de interpretar erróneamente las cosas. Es el caso, por ejemplo, de quien compara el PIB de China con el de Estados Unidos, y al ver que poco a poco los asiáticos se acercan a las cifras de los americanos, deduce que pronto los chinos se convertirán en la primera potencia económica mundial.
Sin embargo… las cosas que a primera vista parecen simples, con frecuencia no lo son tanto. De hecho, si se considera el costo económico que implica la producción económica en China, y se compara con el de los Estados Unidos, y consecuentemente la generación neta de riqueza que cada economía produce, la respuesta a la pregunta ¿falta poco para que la economía norteamericana sea superada por la de China? Necesita más reflexión.
Un punto de partida podría ser añadir otros criterios de análisis; por ejemplo, dejar de considerar como medida única del poder económico de una nación el valor más o menos bien calculado del PIB, o los incrementos y decrementos del mismo año con año; y utilizar otros factores como la balanza de pagos (la diferencia monetaria entre el costo de las importaciones y exportaciones), o la generación de riqueza y su distribución; y el más importante: el nivel educativo de una población.
En todo caso, la educación siempre está presente. Ha sido la base de los recientes “milagros económicos”: Polonia, Irlanda, Corea del Sur, Islandia, Singapur… Y sigue sosteniendo esas economías en su exitosa marcha.
Así, la moraleja que podríamos sacar de todo esto, es que no importa tanto cuánto (a la hora de ver la economía de un país) sino el cómo. Y en ese “cómo” la educación, la formación de las personas, el papel de liderazgo del gobierno, el compromiso de los ciudadanos, la salud de la familia (principal agente educador) terminan siendo lo que verdaderamente transforma un país, lo que posibilita hacer más, mucho más, con menos.
Ingeniero/@carlosmayorare