Siempre disfruto mucho leyendo los excelentes artículos que escribe el Dr. Oscar Picardo, y el que publicaron el 23 de octubre recién pasado, titulado “Educación”, no fue la excepción; con una clara y bien documentada descripción de cómo debe ser el proceso educativo y para qué sirve el mismo. Pero fue el vientre de éste el que me ha obligado a escribir estas líneas, más que como un cuestionamiento al autor del artículo, como una obligación a cuestionarnos como sociedad un aspecto más que fundamental, si es que vamos a discutir sobre educación puesta en práctica para procurar una vida mejor a quien la recibe.
El Dr. Picardo menciona en su artículo que, en conjunto con una amplia gama de profesionales, académicos y empresarios, realizó lo que él llamó “un ejercicio de consulta sobre habilidades o capacidades fundamentales para un Core Curriculum universitario”, llegando en conclusión a un enumerado de diez contenidos, que el autor denomina esenciales. Dichos contenidos van desde comunicación crítica, pasando por estudios matemáticos y terminando en el manejo de un idioma alterno; sobre todo lo cual formula un lapidario cuestionamiento, ¿Esto está sucediendo?
Y precisamente en este punto, cuando respondí mentalmente con un categórico ¡no!, que me di cuenta de que, para poder llegar medianamente a lograr esas habilidades o capacidades enumeradas es imprescindible requisito previo, la LECTOESCRITURA.
Para explicar lo anterior, aunque no es la mejor vía, ni la más elegante, haré uso de un práctico relato de una experiencia vivida por mi persona, para evitar dar la falsa impresión que solo estoy teorizando.
Cuando decidí estudiar la carrera de ciencias jurídicas, nunca imaginé que volver a las aulas me permitiría, no solo aprender sobre Derecho, sino sobre otra faceta de la vida misma: La realidad que viven los jóvenes (la gran mayoría adolescentes) que inician por el camino del estudio universitario, en busca unos, de un medio para “ganarse la vida”; otros, de alcanzar un sueño; no pocos, del ascensor social del que hablaba el padre Martín Baró; pero compartiendo la inmensa mayoría, la triste realidad de una base educativa previa deficiente.
En aquellas aulas apretujadas del primer ciclo (nada pedagógico o andragógico), compartiendo codo a codo con mis nuevos compañeros, la mayoría de la edad de mi hija mayor, descubrí un hecho que me golpeó demoledoramente: La gran mayoría de aquellos jóvenes, ¡no sabían ni leer ni escribir!, no obstante, todos ellos por mandato de ley, debían ostentar el título de bachiller, para tener el derecho de estar sentados en un aula universitaria.
El maestro de la materia “Introducción al estudio del Derecho” acostumbraba la lectura de un pequeño librito (que en aquel tiempo yo no entendía a cabalidad su trascendencia, y ahora que la entiendo, ya no la tiene más) e iba alternando la lectura de diferentes artículos entre la masa estudiantil presente. La lectura que hacían aquellos jóvenes, salvo excepciones, tenía poco o nada que ver con el contenido plasmado en el texto; era casi imposible acompañar aquella lectura, pues entre lo que yo leía y lo que expresaba en voz alta alguno de mis compañeros, había una abismal diferencia. Y no fue una, sino muchas las veces que pedí a uno u otro joven que me permitiera ver el texto que leía, para comprobar si era el mismo que yo tenía entre mis manos; y, desafortunadamente sí, lo era.
Reclamé en privado al docente por permitir aquel ejercicio que, a mi juicio más llevaba a la confusión que al aprendizaje; pero aquel hombre de avanzada edad, quien era antes de Abogado, maestro graduado de la Escuela Normal España, me explicó la triste realidad que viven nuestros jóvenes desde hace mucho tiempo: “Como la forma de medir los logros del sistema educativo es en base a los grados de escolaridad alcanzados, los jóvenes, principalmente en la educación pública, han sido promovidos, al menos hasta el noveno grado, casi que con solo asistir a clases. No pueden leer de corrido, porque no se preocuparon por ello en el sistema; hacen un constructo “artesanal”, a partir de cualquier texto que leen, con lo cual lo que creen entender, probablemente no tenga nada que ver con lo que realmente está impreso. Así mismo, no saben escribir, que es más que garabatear símbolos sobre el papel, me refiero a plasmar de manera ordenada y coherente las ideas, de manera que quien las lea (lo cual es imprescindible en Derecho, sobre todo con los jueces) entienda con claridad y de manera inequívoca los conceptos plasmados”.
Así que me temo que no podremos alcanzar todas esas tan necesarias y deseadas habilidades y capacidades que describe el Dr. Picardo si antes no se trabaja de manera seria con los jóvenes de educación básica y media, sobre todo del sistema de educación pública (porque los que tienen el privilegio de poder recibir educación privada, pero de calidad, no tienen esta deficiencia), en desarrollar habilidades y capacidades en lectura comprensiva y escritura constructiva. Y aquí pregunto yo: ¿Esto está sucediendo?
Médico, Nutriólogo y Abogado de la República