Hay quienes tenemos la suerte de profesar nuestra fe en Jesús de Nazaret como el Hijo de Dios que se hizo hombre para liberarnos del mal y ofrecernes la posibilidad de vivir una vida de altísima dignidad, la misma vida de Dios.
Bebemos nuestra maravillosa realidad en la Biblia, aún cuando el Evangelio es la fuente que mejor describe esa increíble transformación que nos ofrece el Señor Jesús. En sus cuatro versiones redaccionales, Jesús nos va delineando una propuesta de amistad que, asumida con valor, nos traza un camino de seguimiento del Maestro en un proceso de divinización de nuestra humilde existencia.
Encontramos allí escenas deslumbrantes que nos dejan entrever la identidad divina de ese hombre llamado Jesús, vecino del humilde pueblo de Nazaret. Es el caso de la así llamada transfiguración de Jesús ante tres apóstoles escogidos por él como testigos de esa escena pasmosa.
Dado el carácter misterioso de la escondida personalidad divina de Jesús que se manifestó en el monte Tabor ante sus tres testigos, resultaba difícil al evangelista, por no decir imposible, relatar con lenguaje humano lo que allí sucedió. Por eso, Lucas el narrador de la experiencia extraordinaria, acude a un lenguaje lleno de símbolos que un lector judío podría descifrar fácilmente.
Jesús y sus tres amigos suben a una montaña alta. En el lenguaje bíblico, la montaña alta es donde se dan las cercanías más emblemáticas de Yavé con su pueblo: monte Horeb, monte Sinaí, monte Calvario… Es como si Dios bajara al encuentro del hombre para revelaciones de gran peso.
Jesús aparece rodeado de una brillante luminosidad. Al autor bíblico le faltan las palabras para describir la blancura de esa luz. Según la Biblia, es el ambiente de Dios, la santidad de Dios. El discípulo que se familiariza con Jesús va adquiriendo la luminosidad de Dios y, a su vez, ilumina su entorno familiar y social. Resalta, en cambio, la contraposición con las tinieblas, sede del demonio y, por tanto, de todo malvado. Hasta en nuestro lenguaje ordinario decimos de alguien que tiene una mirada tenebrosa.
En esa transfiguración espectacular de Jesús es acompañado por las dos figuras dominantes del Antiguo Testamento: Moisés, el jefe del pueblo elegido, y Elías, el prototipo de profeta. Jesús encarnará ambas figuras: guía del nuevo Pueblo de Dios y profeta que revelará la buena Noticia de la salvación, la Ley Nueva.
Una nube luminosa envuelve a los tres personajes. La nube simboliza la cercanía de Dios. Una nube acompañaba al pueblo elegido en su larga travesía por el desierto camino hacia la tierra prometida. Era el símbolo de la compañía providencial del mismo Dios protegiendo a su pueblo elegido en las asperezas del desierto.
Se oye la voz de Yavé revelando una vez más la condición extraordinaria de la misión de su Hijo Jesús. Como su enviado que es, declara su identidad divina y su misión: hay que escucharlo como se ha escuchado la voz de Yavé en el Antiguo Testamento. Es como la ratificación de la escena del bautismo de Jesús por Juan el Bautista.
Los tres testigos afortunados quedan sobrecogidos de temor por lo que ven y oyen. Cuando se reponen de la impresión, ven a Jesús solo. ¿Cuánto habrá durado tan extraordinaria escena? Quien ha tenido una experiencia mística pierde el sentido del tiempo.
Podemos apropiarnos de esta impresionante escena de la transfiguración que, sin la teatralidad del caso, se verifica en nuestra humilde condición de bautizados. Somos humildes seres humanos habitados por Dios, hermanos de Jesús, templos del Espíritu Santo. La semilla de la santidad está arraigada en nuestros corazones con la vitalidad divina que nos puede impulsar a una vida de santidad sin límites.
Sacerdote salesiano.