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Disentir no es odiar

Como cualquiera con dos dedos de frente se da cuenta de la injusticia que supone arrogarse la representatividad total del pueblo, simplemente por haber obtenido más votos que los contrarios; para justificar los atropellos de las libertades, quienes actúan abusivamente desde el poder, no pueden recurrir a argumentos racionales (y si lo hacen son burdos y absurdos); y echan mano a odios y fobias, prejuicios y leyendas urbanas.

Por Carlos Mayora Re
Ingeniero @carlosmayorare

Estamos viendo como en varios países de tradición democrática algunos de los pilares fundamentales del sistema, tales como la protección de las minorías, la garantía de las libertades, la representatividad de los legisladores y la institucionalidad misma, entran en crisis debido a acciones políticas y leyes que, en aras de garantizar la igualdad: hacer a todos iguales por la fuerza de la ley; terminan justo por conseguir lo contrario. Y así, desde Parlamentos y Congresos, o simplemente por decretos ejecutivos amparados en cualquier excusa, terminan -como escribió Orwell en su “Rebelión en la granja”- por hacer a unos (los que tiene la sartén por el mango), más iguales que otros.

Técnicamente, estaríamos ante la muerte de la democracia. Pues, además, la igualdad forzada y el espíritu de acaparamiento que provoca suele desembocar en que haya quienes, una vez instalados en su cargo, piensen que cumplen un “mandato del pueblo”, simplemente por haber ganado unas elecciones. Un mandato que les justifica -y en algún caso parecería, por sus acciones, que les obliga- a cometer cualquier tropelía. En general, contra del Estado de Derecho; y en particular, contra ciudadanos con los que no comparten ideas políticas.

Como cualquiera con dos dedos de frente se da cuenta de la injusticia que supone arrogarse la representatividad total del pueblo, simplemente por haber obtenido más votos que los contrarios; para justificar los atropellos de las libertades, quienes actúan abusivamente desde el poder, no pueden recurrir a argumentos racionales (y si lo hacen son burdos y absurdos); y echan mano a odios y fobias, prejuicios y leyendas urbanas.

Algo de esto explica Fernando Savater cuando, recientemente, escribía: “entre los trucos que explicó Schopenhauer en ´El arte de tener siempre razón´, no figura uno de invención reciente y eficacia incontestable: la fobia. O sea, acusar a quien nos lleva la contraria argumentadamente de padecer una fobia, una enfermedad mental y moral contra nuestra identidad ideológica [o política, me permito añadir]. Denunciar esa patología, que descalifica al adversario, nos dispensa de refutar sus razones, cosa a veces difícil. El modelo de toda fobia es la hidrofobia, porque nadie discute con un perro rabioso: se le apiola y a otra cosa. Así se convierten en dogmas (¡y en leyes!) las peores aberraciones”. Procedimiento que vendría a ser una especie de proyección psicológica, porque, bien visto, no es más que endilgar las propias motivaciones a quien se les opone dialécticamente.

Así, por el camino de la imposición emocional sobre los antagonistas, se empieza viendo con sospecha al que piensa diferente y se termina etiquetándolo como enemigo de la sociedad (pues “sociedad” y “pueblo”, en su mente, son lo mismo…; el mismo pueblo que ha puesto al político en el privilegiado lugar que ocupa, y cuyos monolíticos intereses “defiende”). El disidente es convertido en un “adversario” motivado principalmente por el odio, la ambición, el afán de hacerse con el poder, o cualquier otro sentimiento que, aunque imposible de probar, es muy real en la mente de quienes ven amenazada su hegemonía política, y actúan a la defensiva siguiendo la máxima según la cual la mejor defensa… es el ataque.

Todo dentro de una interpretación “oficial” de los hechos, un mainstream informativo liderado por la propaganda (cuya mejor caja de resonancia han resultado ser las redes sociales) que caracteriza a cualquier opositor como alguien que responde a intereses “evidentes”, y a incluirlo dentro de las filas de “fuerzas oscuras”, “poderes fácticos”, “plumas mercenarias”, etc.

En un ambiente así, es positivamente imposible que prospere la democracia como sistema político capaz de acoger en su interior distintas corrientes de pensamiento. La representatividad democrática, más que una realidad por la que los ciudadanos tienen voz en los parlamentos, se convierte en una patente de corso, y los niveles de arrogancia entre los mandatarios, funcionarios, y miembros del “partido” alcanzan niveles estratosféricos.

 

Ingeniero/@carlosmayorare

 

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