Juzgar el pasado se vuelve un hábito recurrente en quienes lo estudian, porque resulta impactante presenciar sus males y notar lo lejanos que parecen de nuestra realidad, aunque no se trate de cosas tan antiguas. Esto nos puede llevar a desestimar el mal de nuestro presente, creyéndonos inmunes al pasado.
El presentismo es el principio ético desde el cual la realidad de distintos periodos históricos debe ser evaluada con base en los paradigmas imperantes del presente. Esta postura es blanco de innumerables críticas debido a su carácter favoritista de un grupo específico de valores de un lugar y momento en concreto, por sobre sus equivalentes en cualquier momento del pasado (o presumiblemente del futuro), valores que, entre sí, tienen el único aspecto en común de no pertenecer al presente.
Visto así, el presentismo pondera solamente el presente y niega el carácter histórico del mismo, pretendiendo que la moral imperante no es un producto de la historia y que puede ser la medida con la que se juzgue el resto de concepciones históricas. Esta actitud lleva a adoptar una posición de infundada superioridad moral por sobre el pasado, cuando, si nuestra moral es también producto del mismo, esta debería verse como una fotografía de la historia, y no como el culmen de esta.
Sin embargo, el hecho mismo de hablar sobre un conjunto determinado de concepciones imperantes como “presente” puede dar pie a muchos errores; y si bien, es un recurso retórico útil para revelar los contrastes más notorios entre dos momentos concretos de una sociedad, casi nunca se usa en este sentido, puesto que se llama “pasado” a una generalización de distintas concepciones, en distintos lugares, en distintas culturas y en distintos momentos históricos, como si se tratase de un cuerpo homogéneo cuya única característica en común es no ser parte del presente. De esto se sigue que no haya una distinción clara entre normalidad y tabú, ley y crimen, ortodoxia y heterodoxia, excepción y regla. Porque el tema del que se habla es tan amplio que con frecuencia uno toma en consideración sólo los puntos más convenientes y los superpone al resto de la realidad.
Los prejuicios del presentismo sobre el pasado fabrican la concepción de que el presente y el pasado son dos cosas incompatibles e irreconciliables, sin una continuidad de uno sobre otro, lo que además da la impresión de que el bien y el mal son una fabricación relativa a los caprichos de una determinada sociedad, con lo que esta distinción tendría que adoptarse de un modo meramente selectivo en función de lo que nos parezca más conveniente (o de algún modo ideológico dogmático). Pero cuando el pasado y el presente dejan de ser antagónicos y se reconocen sus virtudes y defectos, se entiende que las ventajas de uno sobre el otro no conforman una relación causal, sino accidental (porque en algunas cosas puede el futuro ser mejor que el pasado y viceversa), y que el bien y el mal no son característica exclusiva de un periodo histórico específico, sino una misma realidad vivida con distintas limitaciones y ventajas a lo largo del tiempo.
Y aún si el presente y el pasado fuesen antagónicos, ¿qué nos hace pensar que las personas presentes estamos del lado “correcto” (si tal cosa existe)? ¿Qué sucedería si en el futuro llamasen “progreso” a la ruptura con nuestro propio presente (o sea, su pasado)? Por ello, el presentismo presupone arbitrariamente que el presente es el culmen de todo progreso social humano, y que en el futuro no puede haber nada distinto (o al menos opuesto). Si esta pretensión debiese ser rechazada en cualquier sociedad tiránica del pasado, tampoco debería serlo en ninguna.
Así pues, contrario de como sucede en el presentismo, la historia debe ser evaluada como un continuo, en que el presente es consecuente con su propio pasado, y sus males pueden ser la repetición de sus errores, o bien, una inconsistencia con las virtudes del mismo pasado. Solo debemos saber discernir sin medir a la historia con varas distintas.
Estudiante de Economía
Club de Opinión Política Estudiantil (COPE)