"Más sabe el diablo por viejo que por diablo” reza uno de los dichos más conocidos.
Raro es el viejo inquieto, el que no para, que anda por todos lados enterándose de las novedades; como raro es también el joven sensato y ponderado, que medita sus acciones y que evita meterse en camisas de once varas. Que hay excepciones a esto, las hay y, por lo mismo, destacan: jóvenes mesurados y tranquilos que oyen consejos y no necesitan andar por veredas y, por el otro lado, adultos mayores que estudian con entusiasmo cosas que no aprendieron en su tiempo de juventud.
No es casual que muchas constituciones en el mundo establezcan edades mínimas para el desempeño de cargos públicos. Algunas, incluso, señalan también tiempos mínimos de pertenencia a partidos políticos para acceder a puestos de importancia, en el entendido que los partidos políticos son los instrumentos idóneos para llegar al poder en los sistemas verdaderamente democráticos entre los que nos gustaría contarnos. ¿Será esa una de las modificaciones sugeridas por el vicepresidente a nuestra Carta Magna?
Quienes se dedican a la historia tienen la suerte de poder interpretar los hechos sociales no como ocurrencias de momento de los pueblos, sino como las fases del eterno transitar de los grupos sociales hacia su mejora o descalabro.
Me ha parecido un tanto extraño que dos triunfos de distinta naturaleza (legal y deportivo) hayan opacado casi completamente el discurso de informe a la nación del tercer año de gobierno en la agenda de los medios de comunicación –tanto los tradicionales como los no tradicionales. Por un lado, el tenista salvadoreño más destacado de todos los tiempos, Marcelo Arévalo, se ha colado a la final del torneo Roland Garrós en París, convirtiéndose así en el primer compatriota en rozar tan altos estratos del mundo deportivo blanco y, por otra parte, terminó el sonado juicio por difamación que enfrentó a dos personajes del mundo del espectáculo con la rotunda victoria de Johnny Deep sobre su ex–esposa Amber Heard. Creo que este segundo triunfo cobró tanta notoriedad no solo por la fama ganada previamente por ambos personajes, sino por lo que ha significado de campanada de alerta para lo que se era tendencia moderna de las disputas legales entre ex–esposos.
El movimiento feminista no es algo nuevo. Algunos ubican sus inicios tan atrás como el siglo XVII, lo que no creo que suscriba ninguna de las feministas actuales. El que nos ha tocado vivir reconoce sus orígenes en la década de los Sesenta del siglo pasado, su apogeo en los años Ochenta, cuando se vio el surgimiento de posiciones exageradas que flaco favor le hicieron al feminismo, como la del lenguaje de género al que se ha venido oponiendo la Real Academia de la Lengua, con argumentos más que sensatos. Esta ola de cambio feminista ha dado ya frutos institucionales y comportamentales en las actuales generaciones. No todos buenos o positivos, lamentablemente. No expresaré aquí mis reparos con lo que considero exageraciones de este movimiento, pero, para evitar malentendidos, sí reitero mi total adhesión al respeto, trato y oportunidades iguales que se reclama para ambos sexos, en función de los méritos de la persona.
Creo que se había llegado, como digo, a exageraciones innecesarias. Por los vientos que soplaban, creí que no vería al péndulo llegar a su punto de retorno. Hasta que el jurado que dirimió este juicio determinó que será la mujer quien tendrá que pagar una buena catizumbada de dólares a quien antes fuera su marido. Quizá me estoy adelantando a los hechos, pero es posible que el péndulo del feminismo haya llegado ya a su punto máximo y que ahora empieza el retorno a la racionalidad.
Con la excepción de los valores bien cimentados, nada permanece, todo cambia. Lo hacen también las modas, las tendencias, las lealtades y las popularidades: la imagen del péndulo. O para ponerlo más alegre, mejor cantemos con Celia Cruz: “la vida es una tómbola, tom tom tómbola…La vida es una tómbola de luz y de colores, de luz y de colores”.
Psicólogo/psicastrillo@gmail.com