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ANÁLISIS: De la violencia y las armas a la política… y viceversa

Un legado importantísimo de los Acuerdos de Paz fue construir un país donde disentir no fuera causal de violencia, desaparición, tortura, exilio o muerte. Tres décadas después, esas circunstancias parecen estar volviendo a El Salvador.

Por Ricardo Avelar | Ene 18, 2023- 05:30

Militares de la desaparecida Policía de Hacienda patrullan mientras civiles hacen cola para las elecciones presidenciales en 1984. Foto EDH/ Archivo.

Hace 31 años, en la Ciudad de México se dio fin a uno de los conflictos más sangrientos en la historia de América Latina. Ese día, las Fuerzas Armadas y el Estado salvadoreño sellaron la paz con las organizaciones que integraban el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional.

Ese 16 de enero de 1992, en el Castillo de Chapultepec, se firmó la paz y con esta, la oportunidad de construir un país en paz, democracia y armonía entre diferentes formas de pensar.

Ese día no solo se acordaba el silencio de los fusiles sino el paso a una nueva etapa: la de gestionar de manera civilizada las diferencias ideológicas y políticas.

La guerra y la política

El general e historiador prusiano Carl von Clausewitz escribió, en el siglo XIX, su obra cúspide, titulada “Sobre la guerra”. En esta, expresa cómo la guerra es la continuación de la política con otros mecanismos.

No es difícil inferir que a lo que von Clausewitz se refería es al uso de la violencia y el poder armado para alcanzar objetivos políticos a los que no se logra llegar por medio de la negociación y el diálogo.

VER: López Obrador exalta ante Bukele valor de los Acuerdos de Paz

En 1992, El Salvador transitó la senda contraria a lo dicho hace casi 200 años por el militar y académico prusiano. En la firma de la paz se acordó que las diferencias políticas dejarían de ser gestionadas por medio de la violencia y se abriría paso a la negociación política.

Esto implicaba la formalización del FMLN como un partido, pero también el apartar a las fuerzas armadas de los asuntos políticos del país y sujetarlas al fin al poder civil. También suponía la profesionalización de un aparato de justicia independiente y una serie de reformas constitucionales que garantizaran que el disenso en El Salvador no volvería a ser castigado.

Con esto, el país se preparaba a una nueva era. Una que auguraba el fin de las torturas, de las desapariciones, del exilio a las voces incómodas, de la instrumentalización de los secuestros, de las cárceles clandestinas y de la necesidad de ir a la insurgencia para poder decir “no estoy de acuerdo”. Una era sin violencia política. Una era donde el ensordecedor ruido de las trazadoras, los fusiles y las granadas sería sustituido por los enconados y estridentes debates en el seno de instituciones caóticas, pero pacíficas.

Ese es, posiblemente, uno de los mayores triunfos de ese día en la Ciudad de México: entregarle a un país herramientas para solucionar de forma civilizada sus problemas.

La democracia agotada

El experimento democrático al que El Salvador ingresó no garantizaba en sí mismo la solución de todos los problemas del país. Al final del día, la institucionalidad democrática no garantiza pan, educación, dinero en las billeteras o vivienda digna. Pero sí permite construir de forma ordenada las bases para abordar esos problemas. Sin imposiciones y con la aspiración de dejar atrás el sempiterno nepotismo para que la política al fin sea una plataforma para mejorar al país.

Lastimosamente, numerosos gobiernos de diferentes tipos le han fallado al país. Lejos de hacer válida la promesa de un nuevo país, mantuvieron las prácticas de opacidad, corrupción y amiguismo del pasado. Al dilapidar los escasos recursos públicos, se perdió la oportunidad de sacar de la pobreza a miles de personas y volverlas partícipes de esa gran promesa de El Salvador del futuro.

Esta frustración, la falta de representatividad efectiva y los excesos y lujos de las cúpulas empujaron a miles de salvadoreños a dejar de creer en la democracia y buscar soluciones donde no las hay: en el discurso antipolítico, inmediatista, mesiánico y populista. Y la factura se está empezando a pagar.

De la política a la violencia

Si hace 31 años El Salvador emprendió la senda de la paz y el silencio de los fusiles, en los últimos tres años y medio ha desandado ese camino.

TAMBIÉN: "Las conquistas democráticas alcanzadas con los Acuerdos de Paz están siendo revertidas por el actual régimen", critican organizaciones sociales

La presidencia de Nayib Bukele, que dicho sea de paso niega el valor histórico de la firma de la paz, ha devuelto algunas prácticas que parecían extintas. Se ha vuelto a instrumentalizar los cuerpos de seguridad para perseguir a la disidencia, hay indicios de espionaje a voces críticas, personas en el exilio, violaciones masivas de derechos humanos, militares inmiscuyéndose en tareas que ya no les pertenecen y madres buscando desesperadamente a sus hijos fuera de comisarías, sin información de los mismos.

En los Acuerdos de Paz, El Salvador apostó por gestionar pacíficamente sus diferencias políticas. Con el gobierno actual, el país ha retrocedido a ser ese lugar donde decir “no estoy de acuerdo” puede acarrear acoso, exilio, amenazas y hasta prisión.

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