Es bien conocido que el estudio de la historia como materia escolar fue introducido por gobiernos liberales en la segunda mitad del siglo XIX, con la finalidad de forjar sentimientos patrióticos, e ir creando identidad nacional.
Con la ventaja añadida de que, esa historia “gloriosa” de héroes y mártires más o menos reales, más o menos inventados, también facilitó grandemente a las élites conservar el poder político al echar mano de lo que ahora llamamos imaginarios colectivos, y auto erigirse como héroes hodiernos que llevarían a la nación del “atraso” colonial a la luz liberadora ilustrada, inaugurando una era de orden y progreso.
La añosa idea de que la historia está al servicio del Estado, y éste, al servicio de los que gobiernan, no solamente aún perdura, sino que se ha abusado de ella prolíficamente; y a nadie le extraña que se presente la historia como un cúmulo de hechos pasados difícilmente comprobables, que simplemente son parte de lo “ya sabido”.
Un modo de ver las cosas que, por otra parte, también ayuda a comprender por qué, cuando la historia oficial no conviene o no encaja con el discurso gubernativo, ésta simplemente se desnaturaliza o niega, aplicándole adjetivos como fraude, engaño o patraña. Y todos tan contentos…
Este recurso: torcer por cualquier medio la “historia”, se exagera en épocas de pre guerra, o en periodos de gobierno de regímenes totalitaristas. Es decir, cuando es más necesario someter la capacidad crítica de los ciudadanos, y acallar voces disidentes.
Desde siempre, además, los gobernantes que intentan mantener o proyectar una imagen determinada, apelan al recurso de hablar pestes de quienes les han precedido en el poder, con la finalidad de aparecer ellos como completamente diferentes; y, por lo tanto, capaces, probos o altruistas… Sin haber mostrado fehacientemente, en la mayoría de los casos, su verdadera capacidad, honradez o preocupación por la gente; pues la imagen presentada contrasta tanto con los gobernantes del pasado, que lo mínimo que se puede decir de ellos es que -por lo menos- no son como sus predecesores.
La Historia es ciencia, utiliza un método y unos recursos científicos, promueve estudios, investigaciones y publicaciones, etc.; por lo que siempre será muy sano desconfiar de quienes, sin conocimientos manifiestos, ni estudios, ni capacidades evidentes, la utilizan como mero instrumento de adoctrinamiento ideológico-político. El papel lo aguanta todo… reza el dicho. Y ya no se diga los medios virtuales de comunicación que se caracterizan, precisamente por lo efímero y fugaz de sus contenidos.
La historia bien hecha es un instrumento magnífico para comprender críticamente la identidad de una nación y poder contextualizarla ya no solo en el concierto mundial, sino también con los tiempos presentes.
Conocer de dónde venimos, y las razones por las que nuestros antepasados actuaron como lo hicieron, es el mejor modo de saber por qué somos como somos, y de echar mano de la experiencia (y no de simples ocurrencias) para corregir “deudas históricas” o “refundar naciones”. Lo que no venga de un estudio serio y bien documentado es, en buen salvadoreño: paja que se la lleva el viento.
En unos tiempos en que la cultura se diluye por medio del espíritu de cancelación que esgrimen los insensatos y cautiva a los ignorantes, el conocimiento científico de la historia es cada vez más necesario para formar personas de bien, ciudadanos con criterio, artesanos de la nación; y no simples clientes del gobierno, de los poderosos, de los empresarios de turno; y, por lo mismo, meros aplaudidores de despropósitos.
Cuando nos presenten el pasado como verdades indiscutidas, como una serie de datos y valoraciones con tufillo ideológico; cuando en lugar de historia, en las aulas, en los medios, en las redes sociales, nos cuentan historias… algo huele a podrido en Dinamarca, y habrá que pensar muy bien antes de tragarse irreflexivamente “hechos” presentados para consumo masivo.
Ingeniero/@carlosmayorare