La civilización actual se asienta sobre pollos y gallinas, decía Andrew Lawler en el New York Times, al recorrer la historia de Estados Unidos desde que llegaron los primeros europeos con sus gallinas y, más tarde, los peregrinos del Mayflower, que también trajeron gallinas ponedoras para suplirse de alimentos.
Como bien se sabe, una vez que los peregrinos se asentaron y se acoplaron a esas extrañas y frías tierras de Nueva Inglaterra, celebraron el éxito de la expedición comiendo los sabrosos pavos que allí abundaban, de donde nace la tradición del “Día de Acción de Gracias”. Y esa fecha, el Thanksgiving, se continúa celebrando, ocasión, se dice en broma, cuando las familias en Norteamérica se reúnen para pelear, reclamarse y discutir, aunque coman muy bien.
El pavo fue decisivo para la sobrevivencia de los colonos, razón por la cual, recuerda Lawler, Benjamín Franklin propuso que se denominara como símbolo nacional en vez del águila blanca, ave depredadora.
Pero ni pavos ni águilas ni gansos ni palomas ni patos ni ninguna de esas suculentas especies ha desempeñado un papel más importante que gallinas y pollos, lo que en cierta forma se reconoció en Europa desde hace siglos, pues entre otros Enrique IV, rey de Navarra y de Francia —el de “París bien vale una misa”—, se empeñó en que en cada olla de su reino hubiese una gallina, lo que, por cierto, fue uno de los eslóganes de campaña del expresidente Hoover de los Estados Unidos (“A chicken in every pot”).
Cuenta Lawler que las gallinas fueron una suerte de liberación para los afroamericanos hasta Lincoln, ya que al no ser consideradas las gallinas como animales de un estatus digno, su crianza y comercialización era libre y, por tanto, los esclavos pudieron reproducirlas y venderlas.
Los esclavos, de acuerdo con una disposición estatal de esos años, no podían ser dueños ni de caballos ni de cerdos ni de reses, por lo que el nicho abierto fue precisamente el de pollos y gallinas.
Los estancieros tenían, dice la historia, cocineros afroamericanos y estos preferían servir en la mesa lo producido por sus amigos y hermanos, gallina y pollos. Y fue así como nace el pollo frito, un emblema de la cocina estadounidense.
Hay que agradecer a la Providencia y a la vida por todo lo que recibimos
Otro suceso abrió el camino triunfante de las gallinas en el mundo: la apertura del comercio entre Occidente y China, lo que introdujo en América unas especies orientales más grandes y coloridas que el pollo de estas regiones; al cruzarse ambas es que se originó una ave más resistente, menos grande, más apetitosa y, además, con mayor capacidad para poner huevos.
A mediados del siglo XIX, cuenta Lawler, millones de judíos emigraron a Estados Unidos, en parte huyendo de los pogromos y las persecuciones de Europa Oriental. Y esos inmigrantes comían pollo por ser una fuente barata de proteínas. Y la demanda de pollos creó la base de una industria en el centro del país, la que ha evolucionado hasta ser la poderosa actividad de hoy en día.
Dar gracias a Dios —no sólo hoy, sino siempre, en la iglesia, en solitario, en familia, a la mesa— por las bondades que nos prodiga es un acto de humildad que engrandece, un reconocimiento de nuestra frágil naturaleza y de lo mucho que debemos a la Providencia, a lo que recibimos de otros y al propio esfuerzo. Desde que el hombre tuvo conciencia de la majestad del universo —el momento en que nace la religiosidad— agradece a la Divinidad los dones de la vida, del alimento, de la protección.