En el momento de la Independencia, el Estado de El Salvador constaba de 75 municipios. Algunos provenían de la colonia, otros se crearon en el marco de las reformas borbónicas, ya que la elección de diputados a Cádiz así lo requería. Para 1855, el número de municipios había aumentado a 218. En la segunda mitad del siglo XIX se siguió creando más municipios, en el siglo XX se crearon pocos, y es que el territorio no daba para más. Llegamos así a los actuales 262.
¿Por qué se crearon tantos municipios en el siglo XIX? Si bien había una legislación al respecto, era muy laxa y se interpretaba arbitrariamente. Por ejemplo, el Reglamento de 1861 establecía que para crear un pueblo se requería de un mínimo de “quinientas almas, que habiten actualmente y estén reunidas dentro de un área de una legua cuadrada”, exigía además que tuviera tierras suficientes, y que en dos años debían haber construido iglesia, casa concejil y casa de escuela. Pocas veces se respetó lo establecido en la legislación.
Una revisión del proceso muestra que fue consecuencia directa de la debilidad y falta de recursos del poder ejecutivo, que no estaba en capacidad de controlar territorio y población, y menos de atender las necesidades de las localidades. Tareas como: construcción y reparación de caminos, educación, reclutamiento militar, salubridad, orden público o recolección de impuestos eran delegadas y realizadas por los gobiernos municipales. En realidad, eran asumidas por los vecinos de los pueblos. Como las municipalidades carecían de recursos, delegaban en su vez en los pobladores. Por ejemplo, la ley establecía que todo hombre entre 15 y 60 años debía pagar el impuesto de caminos. Este podía pagarse en efectivo (cuatro reales) o con dos días de trabajo personal, pero al menos los jornaleros, preferían pagar su contribución con trabajo. Los alcaldes debían elaborar un padrón, detallando ambas modalidades de pago. Lo mismo sucedía en otros rubros.
Durante buena parte del siglo XIX, la creación de municipios fue una manera barata de solventar sus propias debilidades. Esto cambió a finales del XIX; el Estado se fortaleció, creció el aparato burocrático y mejoró la recaudación de impuestos. El ejecutivo asumió cada vez funciones que antes delegaba a las municipalidades; por ejemplo, el manejo de las escuelas, o la construcción de carreteras. Se crearon menos municipios, pero se cayó en la manía de otorgar títulos de villa o ciudad a localidades que no tenían méritos para ostentarlos. Fue a partir de la década de 1980 que el municipalismo se puso en agenda, en parte gracias a las preocupaciones del alcalde de San Salvador Antonio Morales Ehrlich. En la postguerra se discutió mucho al respecto y se apostó a la descentralización. Incluso se propuso una reducción, pero no se avanzó por intereses políticos.
Hoy resulta que, de manera improvisada y antojadiza, aparece el número mágico. De la noche a la mañana tendremos solo 44 municipios. Hace unos meses, el presidente dijo que 262 eran muchos (¡vaya descubrimiento!), y debían ser 50. No dio ninguna razón para llegar a ese número, como tampoco la dará para justificar que ya no sean 50 sino 44. Al igual que en el siglo XIX, la cuestión municipal es usada en función de los intereses del ejecutivo, pero en sentido inverso. Si antes fue la debilidad del ejecutivo, hoy es su extrema fortaleza. Bukele ya no necesita de tantos alcaldes y diputados, y tiende a centralizar. Justamente esa en la idea que subyace en los cambios en el FODES y la creación de la DOM. Ciertamente que hay problemas a nivel municipal. Y por supuesto que 262 municipios son demasiados. Pero pasar a 44 simplemente porque sí, porque al iluminado presidente se le ocurrió es una irresponsabilidad mayor que haber llegado a 262.
A pesar de sus muchos problemas, los gobiernos municipales tienen una virtud: son los más cercanos a la población. Ese sería su mayor mérito. Y eso es justo lo que se pierde con la decisión presidencial. Chalatenango, un departamento tan extenso y con tantas dificultades de comunicación tendrá tres municipios. Vaya ocurrencia. Estas son las consecuencias de la desaparición de la separación de poderes. Una medida como esta sería absolutamente inviable en otras circunstancias. No sería aprobada en la Asamblea Legislativa, y podría ser impugnada en el órgano judicial. En la gestión gubernamental, la improvisación y la imposición se pagan caro. Lastimosamente, el costo lo paga la población. Así será de nuevo. Por cierto, ¿Cómo justificará el presidente su decisión ante los actuales alcaldes y concejales de Nuevas Ideas, y ante los que pretendían postularse a puestos municipales? ¿Qué les ofrecerá a cambio?
Historiador, Universidad de El Salvador