Uno de los aspectos que más marcó el año 2022 es la suspensión de garantías constitucionalmente protegidas para todos los salvadoreños. Esto se hizo efectivo gracias a la declaratoria de régimen de excepción, aprobada el domingo 27 de marzo tras una ola inédita de homicidios.
Ese día, tras una breve discusión, la alianza oficialista en la Asamblea aprobó suspender cuatro derechos fundamentales: inviolabilidad de las telecomunicaciones, libertad de asociación y reunión (este se reanudó en septiembre), derecho a la defensa ante una detención, y se extendió el plazo máximo de detención administrativa.
Este régimen se ha prorrogado en nueve ocasiones, lo que ha significado por un lado que los derechos fundamentales de los salvadoreños siguen en vilo y, por otro, que la excepcionalidad se ha transformado en la nueva norma. A decir, que el Gobierno no puede combatir el crimen sin tener que suspender garantías fundamentales de toda la ciudadanía.
Un reflejo del bukelismo
Este régimen de excepción ha compartido características con el resto de políticas impulsadas por el gobierno de Nayib Bukele y tramitadas con celeridad por la Asamblea Legislativa que él controla.
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Los decretos, por ejemplo, han sido aprobados sin una mayor discusión o deliberación, más bien priorizando mensajes propagandísticos durante las sesiones plenarias.
Asimismo, el oficialismo no ha justificado por qué necesita este mecanismo excepcional, si ya terminó la situación que motivó a su declaratoria original. Estos decretos también han ido acompañados de iniciativas para que el Estado pueda saltarse la ley de adquisiciones y contrataciones para toda compra que tenga que ver con la seguridad. Es decir, menos controles y menos transparencia. Finalmente, el régimen de excepción es consistente con una de las características principales del gobierno de Bukele: su fascinación por inmiscuir a los militares en cada vez más aspectos de la vida de los salvadoreños.
Por tanto, estos nueve meses de situaciones, entre comillas excepcionales, son más bien un reflejo de cómo el gobierno salvadoreño mira la cosa pública. Son también la prueba fehaciente de que esos pilares de intervención social y comunitaria recogidos en el plan Cuscatlán, que suponía ser la hoja de ruta del actual gobierno, son simplemente palabras que quedaron olvidadas.
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El régimen de excepción es también una de las puntas de lanza de la estrategia comunicacional, propagandística y electoral de este gobierno. Si bien es cierto ha habido una reducción de homicidios y hay una percepción de mayor seguridad, el Gobierno también ha ocultado datos, ha criminalizado ciertas coberturas periodísticas y está instaurando un clima de miedo en comunidades, según defensores de los derechos humanos.
Y cuando estos últimos han denunciado abusos de poder como capturas arbitrarias, torturas, tratos crueles en los penales o la muerte de personas bajo custodia del Estado, la respuesta del oficialismo ha sido la misma: acusarles de ser socios de las pandillas y señalarles de ser enemigos de los “buenos salvadoreños”.
Más allá de su despliegue en los territorios, la política de seguridad del Estado salvadoreño es un espejo de todas las demás conductas políticas en los últimos tres años y medio. Y eso también supone un grave peligro para la frágil institucionalidad democrática que, como las garantías constitucionales, de momento parece suspendida.