El primer semestre del año 2020 la covid paralizó el mundo. La educación no fue la excepción. Sin embargo, a partir de la aparición de la vacuna, esa parálisis fue cediendo paso, paulatinamente, a la normalidad. Sin embargo, la educación ha sido la excepción. La ausencia de clases presenciales, y la promoción académica de los estudiantes al grado inmediato superior los últimos dos cursos, han hecho estragos en la educación mundial. Y nuestro país no es la excepción.
El cierre obligatorio de las clases presenciales tomó por sorpresa a todos. Los educadores recogimos el guante e intentamos mantener viva la educación de acuerdo con los recursos disponibles. La creatividad del docente y de los alumnos fue proverbial. Sin embargo, los resultados del experimento, ahora que hemos vuelto a la presencialidad, a la vista están. Y, les puedo asegurar, no son buenos.
Cualquier modalidad que se utilizara para las clases no presenciales fue siempre un mal sustituto de la presencialidad. Independientemente de la brecha en relación al acceso a la tecnología, los educadores estamos comprobando que el problema de fondo no era de conectividad, ni del apoyo desigual que los estudiantes pudieron recibir por parte de sus familias;sino, simplemente, de presencialidad: nada puede sustituir para un maestro el brillo en la mirada de sus alumnos cuando escuchan una explicación, como tampoco nada puede sustituir para un alumno corretear con sus compañeros durante los recreos, o mantener largas pláticas con sus pares mientras están en la escuela, empujarse, compararse, reír juntos.
Lo cierto es que, hoy día, todos los indicadores muestran que la pandemia y esos dos años irregulares, raros, atípicos, han provocado una pérdida educativa importante.
Muchos conocimientos que deberían haber sido adquiridos por los estudiantes, bastantes de las habilidades sociales que la convivencia en las aulas construye, numerosísimos desarrollos físicos y psicológicos, han quedado en hibernación… esperando recuperar un tiempo que no va a presentarse nuevamente.
Según un estudio de la OCDE, ya a finales de 2020 había indicios de que en todos los países miembros de la organización la gran mayoría de estudiantes en etapa escolar tuvieron, de hecho, muy poca educación efectiva. Incluso, cito literalmente “para un porcentaje elevado de los estudiantes, los aprendizajes parecen haber sido casi inexistentes”.
Se estima, según ese informe, que como consecuencia de esos dos años “sin educación”, en los países de ingreso medio y bajo, la proporción de estudiantes incapaces de leer y entender un texto simple al final de la primaria ronda el 62%. Además, de acuerdo a las pruebas internacionales PISA, el porcentaje de estudiantes de secundaria por debajo el nivel mínimo de rendimiento académico podría situarse en el 72%.
La cosa se complica más si se considera que las autoridades educativas en esos países de ingreso medio y bajo, parecen no ser conscientes de la situación, pues según un informe del Banco Mundial, no se están haciendo, ni por supuesto, poniendo en marcha planes nacionales para abordar eficazmente el aprendizaje perdido; una cuarta parte de esos países no cuenta con estadísticas de reinserción escolar después del paréntesis… En fin. Que el estado de la educación no está como para echar las campanas al vuelo.
Independientemente de las consecuencias sociales, políticas y económicas de la pésima calidad de la educación recibida (o no recibida), me parece que lo más importante vendría a ser la conciencia de que las cosas no siguen como estaban: si ya eran malas, definitivamente ahora están peor…, y que mientras las autoridades no tomen el toro por los cuernos, mientras los padres de familia no sean conscientes de la situación, el peligro de seguir viviendo en el país perfecto, en el mundo de Alicia en el país de las maravillas, propaganda mediante, constituye un real y contundente peligro en el mediano y en el corto plazo.
Ingeniero/@carlosmayorare